Se equivoca el sub comandante Marcos, en su canción "Como un dolor de muelas aliviado", que canta Sabina.
Se equivoca Marcos, se equivoca Sabina, se equivocan los dos.
Nada hay peor que un dolor de muelas aliviado, pues ese alivio solo sirve para que salga a flote el dolor, el verdadero dolor de esta mañana, de estos días, de estos amaneceres sin fin.
domingo, 1 de noviembre de 2009
LOS ELEFANTES Y EL DOLOR DE MUELAS Por Ernesto Pérez Castillo
Si un dolor agradecen los elefantes es el dolor de muelas. Como este elefanto, que lleva semanas rabiando de un cordal. Pero ese dolor lo mantiene vivo, pues en ese dolor se diluyen, se difuminan, se ocultan y se duelen sus otros dolores, su otro dolor.
Así que este elefanto toma sus aspirinas, se alivia, y comienza entonces a caminar a grandes zancadas por la selva, dejando tras si la huella de los pasos por donde pasará de vuelta y por donde volverá a pasar, solo y cansado, una y otra vez.
Hasta que la muela lo vuelve detener, hasta que vuelve a sentir los martillazos en su muela, la daga agudísima del dolor que le inca las encías. Y piensa entonces en el alivio de las aspirinas, y piensa entonces en el alivio de arrancarse la muela de un tirón.
Y tiene miedo. El dolor de muelas, sabe, es un dolor intenso, fortísimo, pero es un dolor aliviable, un dolor que un día no tendrá más. Sabe que sin la muela, ya solo tendrá un dolor: aquel dolor que ahora le acecha agazapado detrás de su dolor de muelas.
Por eso disfruta y agradece su muela partida, que lo escuda de su único y verdadero dolor.
Así que este elefanto toma sus aspirinas, se alivia, y comienza entonces a caminar a grandes zancadas por la selva, dejando tras si la huella de los pasos por donde pasará de vuelta y por donde volverá a pasar, solo y cansado, una y otra vez.
Hasta que la muela lo vuelve detener, hasta que vuelve a sentir los martillazos en su muela, la daga agudísima del dolor que le inca las encías. Y piensa entonces en el alivio de las aspirinas, y piensa entonces en el alivio de arrancarse la muela de un tirón.
Y tiene miedo. El dolor de muelas, sabe, es un dolor intenso, fortísimo, pero es un dolor aliviable, un dolor que un día no tendrá más. Sabe que sin la muela, ya solo tendrá un dolor: aquel dolor que ahora le acecha agazapado detrás de su dolor de muelas.
Por eso disfruta y agradece su muela partida, que lo escuda de su único y verdadero dolor.
sábado, 31 de octubre de 2009
MEMORIAL DE JUDAS Por Ernesto Pérez Castillo
Soy Judas. Judas traidor.
Crecí entre las redes tristes de los pescadores, que había de tejer y retejer otra vez cada noche, en la esperanza de un pez que salvaría nuestros días. Tengo mis manos comidas por la sal y de mi piel no sale otra cosa que el hedor de los pescados muertos.
Escupieron sobre mí, y escupirán, y tendré conmigo toda la maledicencia del mundo, por los siglos de los siglos. Seré lo peor. Denme las gracias. Ya ninguno de ustedes se rebajará a tanto como yo. Les he liberado para siempre al tomar sobre mí el pecado del mundo.
De niño yo mismo era un pez, y en cada zambullida huía del mundo y de la aldea. Bajo las aguas estaba el silencio, la paz, el paraíso donde quería vivir. En la tribu tenia el infierno de la boca desdentada de mi padre, la cara triste de mi madre que nos abandonó, mis siete hermanos, pedigüeños y hambrientos siempre.
Yo era un joven todavía hermoso, que esperaba algo.
Nada pasaba allí. La última guerra ya era solo un recuerdo entre los más viejos, y fue una guerra que perdimos. Que perdieron ellos, pero igual sobre nosotros cayó la carga de los impuestos. Y no teníamos para pagar sino pescados. Así, ni los recaudadores se acordaban ya de visitarnos.
Solo aparecía, de tarde en tarde, algún mendigo desesperado, la tribu de los trashumantes de cada año, y los profetas. Cada profeta nos traía un nuevo reclamo por nuestro descarrío, nos prometía un castigo nuevo, otro más. Los escuchábamos hablar y después los apedreábamos. Esa era nuestra diversión.
La muerte era un suceso raro entre nosotros, nadie vivía en nuestra aldea hasta el final de sus días. Todos se iban en algún momento, como mi madre, como mis hermanos, para no volver jamás. Los viejos parecían inmortales, y medraban tras las chozas a la caza de un trozo de pescado salado.
Mi padre era uno de ellos. Nunca me habló, solo me miraba con sus ojos secos y entretenía los dedos en su barba que le daba sucia hasta el pecho.
Tampoco le hablaba yo. Le veía en la oscuridad de la cocina, frente a nuestro fogón apagado, y me volvía a la puerta de la casa. Me sentaba allí, a rehacer mis redes y a espantar de mi cabeza la imagen de mi padre que tanto se parecía al hombre que muy pronto sería yo.
Una noche, recuerdo que llovía como en mucho tiempo no había visto nuestra aldea, sentado en la cocina mordí mi trozo de pescado y escuché, por sobre el fatigoso respirar de mi padre, el ruido del primer diente que se me quebró. Lloré, lloré mucho esa noche, como lloro hoy.
Ahora recuerdo el rostro de mi padre al día siguiente, al amanecer. Desperté y lo vi a contraluz ante la puerta. Fui hasta él, y tenía mi diente entre sus dedos. Cuando me vio, sonrió, me mostró el diente, y escupió al suelo. Me hablo, esa vez me habló:
– Somos iguales –me dijo–, cada vez nos parecemos más.
Aun no lo odiaba. Me fui con mis redes y me estuve con los pies en el agua hasta mucho después de la puesta de sol, esperando que se me pasaran las ganas de matar. De matar a mi padre, a quien ya nunca pude dejar de odiar.
No era el diente que acaba de quebrarse, ni todos los que tras ese habría de perder, irremediablemente. No era el pescado salado, ni la cocina oscura, ni la casa toda donde mi madre nunca fue feliz.
Era que él tenía razón. Sería como él. También haría infeliz a una mujer, también me abandonaría mi familia, también mi primogénito querría la muerte para mi. Esa era toda la heredad que de él podía esperar.
Volví a la casa, dejé las redes afuera y sin mirarle fui a la cocina a buscar el cuchillo romo de descamar. Entonces escuché aquella voz:
– Deja ese cuchillo y sígueme. Ya tendrás tiempo de matar a tu padre.
Así entro a mi vida el Maestro.
Me volví hacia él. Era la primera persona limpia que en toda mi vida vi. Limpia, reluciente, como acabada de nacer. Casi me ofendía la luz que brotaba de sus ojos.
– ¿Quién eres? –le pregunté.
– No hables de más –me reprendió–, es una fea costumbre preguntar lo que se sabe. Solo sígueme.
Y lo seguí. Contra mi voluntad fui tras él. No me permitió tomar un trozo de pescado, ni otro vestido, ni nada, antes de abandonar la casa. ¿Por qué lo seguí? No sé, solo sé que no podía hacer otra cosa.
Dos semanas caminamos sobre la arena caliente. Catorce noches mal dormí estremeciéndome bajo el cielo frío. Él no durmió. Mil veces me despertó cada madrugada la misma pesadilla en que rebanaba la garganta de mi padre y un río de peces podridos saltaba de su boca hacia mí y, al abrir los ojos, estaba allí el Maestro, sentado, los ojos abiertos y la mirada en ningún lugar.
Nunca le vi cansado. Nunca le vi deseos de comer. Yo me quedaba atrás, fatigado entre las dunas, pero él jamás se detuvo a esperar por mí.
Finalmente encontramos a aquellos que le adoraban como a Dios en la Tierra, que bebían las palabras de su boca como si fuera el sabroso vino que jamás les vi beber. A veces se apartaba con alguno de ellos, a hablar, pero antes me advertía que los siguiera, que me quedara cerca.
Les escuchaba hablar y hablar, le reclamaban, esperaban algo, no supe nunca qué, de él. Él les hablaba despacio, muy bajo, no como a mí, y siempre al despedirles se quedaba triste el Maestro. Triste y solo, aunque yo me llegara hasta él.
A mí me hablaba siempre a los gritos, siempre con órdenes. Nunca me dijo nada de para qué había ido por mí, y yo nunca le quise preguntar. Mucho temía de su mirada dura y de sus palabras cargadas de desesperación.
Solo una vez le vi feliz. Vino a nosotros una mujer alegre, y el Maestro y yo escuchamos sus protestas, su risa, frente a los otros que no la dejaban pasar. El Maestro vio la escena de lejos, se levantó y fue él mismo hasta allí. Yo le seguí.
– ¿Qué quieres, mujer? –le preguntó.
– Darte lo que nunca nadie te dio –le contestó ella.
El Maestro le sonrió. Antes nunca le había visto yo su dentadura perfecta y tan blanca. Una seña suya bastó para que los otros la dejaran pasar, y permitió que la mujer llegara hasta él y le besara el rostro. Entonces el Maestro sonrió y le ofreció la otra mejilla.
– Déjennos solos –dijo el Maestro–, y también tú –me advirtió a mí.
Fue ese el único secreto que tuvo para mí. Me fui con los demás, que se alejaron de mala gana del lugar, murmurando entre sí. Nos hicimos junto a unas vides, e intenté dormir, pero fue una noche intranquila. Ellos no cesaban de murmurar, y de mirarme. Al final me dormí: ellos no tendrían el valor para desobedecer la orden del Maestro, ni se atreverían a nada grave contra mí.
Al amanecer me despertó uno de ellos, sacudiéndome por los hombros. Estaban muy tensos después de una noche sin sabe qué hacer.
– ¿Qué has hecho? –preguntó el que me sacudía– ¿Cómo has podido dormir mientras el Maestro estaba solo con esa mujer?
Iba a golpearle cuando apareció el Maestro.
– Es la primera noche que no me sentí solo –dijo el Maestro– y ahora hay mucho que hacer.
Ya la mujer se había marchado, pero al Maestro se le veía feliz. También recuerdo que fue la única vez que le noté una mancha de barro en su túnica.
Caminamos ese día hasta una aldea a la que entramos mientras la gente nos miraba con temor. El Maestro saludaba a todos y sonreía y la gente cerraba puertas y ventanas a nuestro paso.
Solo una puerta permaneció abierta para nosotros, y el Maestro nos hizo entrar. El dueño de casa no estaba, pero había una mesa amplia, redonda, dispuesta para nosotros, como si de antemano supieran de nuestra llegada.
Nos sentamos, y el Maestro me ordenó partir el pan y escanciar el vino. Bebimos y comimos desde la tarde hasta el anochecer. El Maestro comía y hablaba, y mientras más vino le servía más parecía tener cosas que decir. Nos contó de su infancia feliz, del amor por su padre que –aseguraba– muy pronto volvería a tener frente a sí, del dulce aroma que despedía el pan que su madre sabia hornear.
Muy tarde ya todos fueron quedando dormidos, allí, sobre la mesa. Solo quedamos despiertos el Maestro y yo. Salimos afuera, a la noche, y permanecimos en silencio un buen rato, hasta que finalmente el Maestro me hablo.
– Perdóname.
Solo eso me dijo, sin mirarme a los ojos. Le tomé el rostro en mis manos y lo volteé hacia mí.
– ¿Por qué? –le pregunté– ¿Por qué?
No me respondió, pero una lágrima escapó de sus ojos.
Acercó su rostro al mío, y me besó los labios. Ahí recordé a mi padre, con mi diente entre sus dedos, y a mi padre mesándose los cabellos la mañana que descubrió que mi madre nos había abandonado, y a mi padre con la red vacía viniendo muy despacio hacia la casa donde le esperaba yo y mi madre y todos mis hermanos hambrientos.
Entonces escuché el ruido de las armas de los soldados que se acercaban. Los demás despertaron por las voces de los soldados que rodeaban la casa sin parar de gritar. Todos salieron, y se agruparon junto al Maestro.
Dos soldados vinieron hasta nosotros y nos acercaron una luz.
– ¿Quién es? –preguntó uno de los soldados.
Ellos, todos ellos, contestaron a una:
– Yo, yo soy el que buscan.
Solo el Maestro no habló. Guardó silencio mientras los demás se ofrecían. Los soldados no sabían a cuál tomar. Cuando todos callaron, el Maestro me ordenó:
– ¡Tú, diles tú!
Sin que me temblara un músculo me abrí paso hasta él, le devolví el beso que antes me diera, y muy bajo le dije, para que no me escucharan los otros:
– Jamás te perdonaré.
No hizo falta más. Los soldados nos apartaron a empellones, y se llevaron al Maestro. Los demás les fueron detrás, llorando. Nadie del pueblo se asomó a las ventanas a mirar.
Al día siguiente los soldados vinieron a por mí. Me sacaron de la casa y de la aldea, escoltado. La gente me escupía y me lanzaba piedras sin hacer caso de las amenazas de los soldados.
Una patrulla me acompañó hasta la casa de mi padre cuando dije que allí quería volver. Me entregaron también una bolsa de monedas de plata que nunca conté.
Al llegar, vi a mi padre sonriente a la puerta de la casa, que me abrazó y no paraba de besarme el rostro. Adentro encontré a mi madre, que vino hacia mí con los brazos abiertos. También estaban mis hermanos, que me saludaron gozosos desde la mesa sin dejar de comer.
Además, me esperaba aquella mujer.
Ya todos murieron. Ni uno solo de mis hijos me sobrevivió. Quedan monedas en la bolsa aun. Muchas. Solo esas monedas tengo conmigo, y el temor enorme por el día en que él haya de volver.
Crecí entre las redes tristes de los pescadores, que había de tejer y retejer otra vez cada noche, en la esperanza de un pez que salvaría nuestros días. Tengo mis manos comidas por la sal y de mi piel no sale otra cosa que el hedor de los pescados muertos.
Escupieron sobre mí, y escupirán, y tendré conmigo toda la maledicencia del mundo, por los siglos de los siglos. Seré lo peor. Denme las gracias. Ya ninguno de ustedes se rebajará a tanto como yo. Les he liberado para siempre al tomar sobre mí el pecado del mundo.
De niño yo mismo era un pez, y en cada zambullida huía del mundo y de la aldea. Bajo las aguas estaba el silencio, la paz, el paraíso donde quería vivir. En la tribu tenia el infierno de la boca desdentada de mi padre, la cara triste de mi madre que nos abandonó, mis siete hermanos, pedigüeños y hambrientos siempre.
Yo era un joven todavía hermoso, que esperaba algo.
Nada pasaba allí. La última guerra ya era solo un recuerdo entre los más viejos, y fue una guerra que perdimos. Que perdieron ellos, pero igual sobre nosotros cayó la carga de los impuestos. Y no teníamos para pagar sino pescados. Así, ni los recaudadores se acordaban ya de visitarnos.
Solo aparecía, de tarde en tarde, algún mendigo desesperado, la tribu de los trashumantes de cada año, y los profetas. Cada profeta nos traía un nuevo reclamo por nuestro descarrío, nos prometía un castigo nuevo, otro más. Los escuchábamos hablar y después los apedreábamos. Esa era nuestra diversión.
La muerte era un suceso raro entre nosotros, nadie vivía en nuestra aldea hasta el final de sus días. Todos se iban en algún momento, como mi madre, como mis hermanos, para no volver jamás. Los viejos parecían inmortales, y medraban tras las chozas a la caza de un trozo de pescado salado.
Mi padre era uno de ellos. Nunca me habló, solo me miraba con sus ojos secos y entretenía los dedos en su barba que le daba sucia hasta el pecho.
Tampoco le hablaba yo. Le veía en la oscuridad de la cocina, frente a nuestro fogón apagado, y me volvía a la puerta de la casa. Me sentaba allí, a rehacer mis redes y a espantar de mi cabeza la imagen de mi padre que tanto se parecía al hombre que muy pronto sería yo.
Una noche, recuerdo que llovía como en mucho tiempo no había visto nuestra aldea, sentado en la cocina mordí mi trozo de pescado y escuché, por sobre el fatigoso respirar de mi padre, el ruido del primer diente que se me quebró. Lloré, lloré mucho esa noche, como lloro hoy.
Ahora recuerdo el rostro de mi padre al día siguiente, al amanecer. Desperté y lo vi a contraluz ante la puerta. Fui hasta él, y tenía mi diente entre sus dedos. Cuando me vio, sonrió, me mostró el diente, y escupió al suelo. Me hablo, esa vez me habló:
– Somos iguales –me dijo–, cada vez nos parecemos más.
Aun no lo odiaba. Me fui con mis redes y me estuve con los pies en el agua hasta mucho después de la puesta de sol, esperando que se me pasaran las ganas de matar. De matar a mi padre, a quien ya nunca pude dejar de odiar.
No era el diente que acaba de quebrarse, ni todos los que tras ese habría de perder, irremediablemente. No era el pescado salado, ni la cocina oscura, ni la casa toda donde mi madre nunca fue feliz.
Era que él tenía razón. Sería como él. También haría infeliz a una mujer, también me abandonaría mi familia, también mi primogénito querría la muerte para mi. Esa era toda la heredad que de él podía esperar.
Volví a la casa, dejé las redes afuera y sin mirarle fui a la cocina a buscar el cuchillo romo de descamar. Entonces escuché aquella voz:
– Deja ese cuchillo y sígueme. Ya tendrás tiempo de matar a tu padre.
Así entro a mi vida el Maestro.
Me volví hacia él. Era la primera persona limpia que en toda mi vida vi. Limpia, reluciente, como acabada de nacer. Casi me ofendía la luz que brotaba de sus ojos.
– ¿Quién eres? –le pregunté.
– No hables de más –me reprendió–, es una fea costumbre preguntar lo que se sabe. Solo sígueme.
Y lo seguí. Contra mi voluntad fui tras él. No me permitió tomar un trozo de pescado, ni otro vestido, ni nada, antes de abandonar la casa. ¿Por qué lo seguí? No sé, solo sé que no podía hacer otra cosa.
Dos semanas caminamos sobre la arena caliente. Catorce noches mal dormí estremeciéndome bajo el cielo frío. Él no durmió. Mil veces me despertó cada madrugada la misma pesadilla en que rebanaba la garganta de mi padre y un río de peces podridos saltaba de su boca hacia mí y, al abrir los ojos, estaba allí el Maestro, sentado, los ojos abiertos y la mirada en ningún lugar.
Nunca le vi cansado. Nunca le vi deseos de comer. Yo me quedaba atrás, fatigado entre las dunas, pero él jamás se detuvo a esperar por mí.
Finalmente encontramos a aquellos que le adoraban como a Dios en la Tierra, que bebían las palabras de su boca como si fuera el sabroso vino que jamás les vi beber. A veces se apartaba con alguno de ellos, a hablar, pero antes me advertía que los siguiera, que me quedara cerca.
Les escuchaba hablar y hablar, le reclamaban, esperaban algo, no supe nunca qué, de él. Él les hablaba despacio, muy bajo, no como a mí, y siempre al despedirles se quedaba triste el Maestro. Triste y solo, aunque yo me llegara hasta él.
A mí me hablaba siempre a los gritos, siempre con órdenes. Nunca me dijo nada de para qué había ido por mí, y yo nunca le quise preguntar. Mucho temía de su mirada dura y de sus palabras cargadas de desesperación.
Solo una vez le vi feliz. Vino a nosotros una mujer alegre, y el Maestro y yo escuchamos sus protestas, su risa, frente a los otros que no la dejaban pasar. El Maestro vio la escena de lejos, se levantó y fue él mismo hasta allí. Yo le seguí.
– ¿Qué quieres, mujer? –le preguntó.
– Darte lo que nunca nadie te dio –le contestó ella.
El Maestro le sonrió. Antes nunca le había visto yo su dentadura perfecta y tan blanca. Una seña suya bastó para que los otros la dejaran pasar, y permitió que la mujer llegara hasta él y le besara el rostro. Entonces el Maestro sonrió y le ofreció la otra mejilla.
– Déjennos solos –dijo el Maestro–, y también tú –me advirtió a mí.
Fue ese el único secreto que tuvo para mí. Me fui con los demás, que se alejaron de mala gana del lugar, murmurando entre sí. Nos hicimos junto a unas vides, e intenté dormir, pero fue una noche intranquila. Ellos no cesaban de murmurar, y de mirarme. Al final me dormí: ellos no tendrían el valor para desobedecer la orden del Maestro, ni se atreverían a nada grave contra mí.
Al amanecer me despertó uno de ellos, sacudiéndome por los hombros. Estaban muy tensos después de una noche sin sabe qué hacer.
– ¿Qué has hecho? –preguntó el que me sacudía– ¿Cómo has podido dormir mientras el Maestro estaba solo con esa mujer?
Iba a golpearle cuando apareció el Maestro.
– Es la primera noche que no me sentí solo –dijo el Maestro– y ahora hay mucho que hacer.
Ya la mujer se había marchado, pero al Maestro se le veía feliz. También recuerdo que fue la única vez que le noté una mancha de barro en su túnica.
Caminamos ese día hasta una aldea a la que entramos mientras la gente nos miraba con temor. El Maestro saludaba a todos y sonreía y la gente cerraba puertas y ventanas a nuestro paso.
Solo una puerta permaneció abierta para nosotros, y el Maestro nos hizo entrar. El dueño de casa no estaba, pero había una mesa amplia, redonda, dispuesta para nosotros, como si de antemano supieran de nuestra llegada.
Nos sentamos, y el Maestro me ordenó partir el pan y escanciar el vino. Bebimos y comimos desde la tarde hasta el anochecer. El Maestro comía y hablaba, y mientras más vino le servía más parecía tener cosas que decir. Nos contó de su infancia feliz, del amor por su padre que –aseguraba– muy pronto volvería a tener frente a sí, del dulce aroma que despedía el pan que su madre sabia hornear.
Muy tarde ya todos fueron quedando dormidos, allí, sobre la mesa. Solo quedamos despiertos el Maestro y yo. Salimos afuera, a la noche, y permanecimos en silencio un buen rato, hasta que finalmente el Maestro me hablo.
– Perdóname.
Solo eso me dijo, sin mirarme a los ojos. Le tomé el rostro en mis manos y lo volteé hacia mí.
– ¿Por qué? –le pregunté– ¿Por qué?
No me respondió, pero una lágrima escapó de sus ojos.
Acercó su rostro al mío, y me besó los labios. Ahí recordé a mi padre, con mi diente entre sus dedos, y a mi padre mesándose los cabellos la mañana que descubrió que mi madre nos había abandonado, y a mi padre con la red vacía viniendo muy despacio hacia la casa donde le esperaba yo y mi madre y todos mis hermanos hambrientos.
Entonces escuché el ruido de las armas de los soldados que se acercaban. Los demás despertaron por las voces de los soldados que rodeaban la casa sin parar de gritar. Todos salieron, y se agruparon junto al Maestro.
Dos soldados vinieron hasta nosotros y nos acercaron una luz.
– ¿Quién es? –preguntó uno de los soldados.
Ellos, todos ellos, contestaron a una:
– Yo, yo soy el que buscan.
Solo el Maestro no habló. Guardó silencio mientras los demás se ofrecían. Los soldados no sabían a cuál tomar. Cuando todos callaron, el Maestro me ordenó:
– ¡Tú, diles tú!
Sin que me temblara un músculo me abrí paso hasta él, le devolví el beso que antes me diera, y muy bajo le dije, para que no me escucharan los otros:
– Jamás te perdonaré.
No hizo falta más. Los soldados nos apartaron a empellones, y se llevaron al Maestro. Los demás les fueron detrás, llorando. Nadie del pueblo se asomó a las ventanas a mirar.
Al día siguiente los soldados vinieron a por mí. Me sacaron de la casa y de la aldea, escoltado. La gente me escupía y me lanzaba piedras sin hacer caso de las amenazas de los soldados.
Una patrulla me acompañó hasta la casa de mi padre cuando dije que allí quería volver. Me entregaron también una bolsa de monedas de plata que nunca conté.
Al llegar, vi a mi padre sonriente a la puerta de la casa, que me abrazó y no paraba de besarme el rostro. Adentro encontré a mi madre, que vino hacia mí con los brazos abiertos. También estaban mis hermanos, que me saludaron gozosos desde la mesa sin dejar de comer.
Además, me esperaba aquella mujer.
Ya todos murieron. Ni uno solo de mis hijos me sobrevivió. Quedan monedas en la bolsa aun. Muchas. Solo esas monedas tengo conmigo, y el temor enorme por el día en que él haya de volver.
lunes, 26 de octubre de 2009
PURA PIEDRA Por Ernesto Perez Castillo
No somos polvo.
Fuimos.
Y luego polvo sedimentado
machacado polvo, polvo apretujado
hasta que no somos polvo
sino piedra, piedra dura, piedra piedra.
Y de piedra nuestras manos
y la cabeza de piedra
las venas que se tupen
piedra sobre las piedras
en piedras se nos ahoga el pulmón
y el corazón es una piedra
piedra enorme
dura piedra.
Fuimos.
Y luego polvo sedimentado
machacado polvo, polvo apretujado
hasta que no somos polvo
sino piedra, piedra dura, piedra piedra.
Y de piedra nuestras manos
y la cabeza de piedra
las venas que se tupen
piedra sobre las piedras
en piedras se nos ahoga el pulmón
y el corazón es una piedra
piedra enorme
dura piedra.
martes, 20 de octubre de 2009
LA LIBRETA DE LA GUARDIA
Y este es el mejor de los cuentos que de su paso por Angola me hizo mi hermano Moracen.
Una de las cosas que podría contar de Angola, que me llamó mucho la atención –más que me llamó la atención, que viví– fue lo de la libreta de la guardia.
Yo pertenecía a las Tropas Especiales, y cuidábamos la zona de acceso a Cuito Cuanavale, por donde pasaban las caravanas de camiones con las provisiones para nuestros soldados en Cuito. Nosotros defendíamos la carretera y bueno, casi todas las noches la UNITA nos atacaba, ya que buscaba la manera de que nos fuéramos de esa posición y entonces ellos poder atacar las caravanas, que eran los convoyes de provisiones para los soldados que estaban en Cuito Cuanavale.
Todas las noches hacíamos guardia, en dos niveles. Había dos tipos de guardia: una al 50%, o sea, el grupo se dividía en dos y la mitad del grupo hacía guardia hasta la mitad de la noche y el resto hasta el otro día al amanecer. Como oscurecía a las siete de la noche, un grupo hacia la guardia de ocho a una o dos de la madrugada y el otro la hacia hasta las siete de la mañana.
El otro tipo de guardia era al 100% –la más habitual, porque Cuito Cuanavale era una zona muy difícil–, consistía en pasar la noche despierto, de guardia. De ahí quizás viene la manía que tengo, que alguna gente dice que yo duermo de pie. Y es cierto, soy capaz de dormir de pie. Pero bueno, creo que quienes vivimos aquello quizás tengamos todos la misma manía, y podemos estar parados y recostarnos a un poste y dormir de pie.
Lo más interesante de la guardia... o sea, de las guardias de esa época lo que más recuerdo es la famosa libreta de la guardia.
En la unidad en Cuba teníamos una: en ella estaban escritos los nombres de los que les tocaba la guardia, y uno marcaba la hora de entrada y salida de la guardia y cualquier incidente que ocurriera.
Ahora, allí en las trincheras en Cuito Cuanavale, noté que quienes iban a entrar de guardia decían «oye, dame la libreta de la guardia», y yo, bueno, me dije, «asombroso ¿tenemos una libreta donde hay que apuntar si uno hizo la guardia?». Me pareció absurdo ya que se sabía que si un pelotón tiene cuatro escuadras, dos hacían la mitad de la noche y las otras dos el resto. Pensé que era una estupidez, pero al tocarme la guardia, fui disciplinadamente a pedir la tal libreta.
Entonces vi que todo el mundo como que se rió de mí, hasta que un amigo me dijo «mira, coge la libreta de la guardia» y me la entregó.
Recuerdo cuando la abrí, bueno... la carátula era la de una libreta de escuela común y corriente, pero cuando uno abría era algo alucinante: había mulatas, trigueñas, rubias, buenísimas, todas encueras. De libreta solo tenía la carátula. Adentro eran recortes de una revista portuguesa, porno, Revista para soldados se llamaba.
No sé cómo llegó esta revista a nuestras manos, pero bueno, de una forma u otra apareció un día, y la cosa duró, no sé, como ocho meses, pasando la libreta de mano en mano. Había como una complicidad simbólica, nadie decía en qué consistía, simplemente se decía «oye, ¿tú entras de guardia en el primer turno? No olvides dejarme la libreta de la guardia, que yo soy tu relevo».
Esta libreta de la guardia, de alguna manera, nos acompañó en aquellas largas y duras noches, mientras esperábamos al enemigo.
Una de las cosas que podría contar de Angola, que me llamó mucho la atención –más que me llamó la atención, que viví– fue lo de la libreta de la guardia.
Yo pertenecía a las Tropas Especiales, y cuidábamos la zona de acceso a Cuito Cuanavale, por donde pasaban las caravanas de camiones con las provisiones para nuestros soldados en Cuito. Nosotros defendíamos la carretera y bueno, casi todas las noches la UNITA nos atacaba, ya que buscaba la manera de que nos fuéramos de esa posición y entonces ellos poder atacar las caravanas, que eran los convoyes de provisiones para los soldados que estaban en Cuito Cuanavale.
Todas las noches hacíamos guardia, en dos niveles. Había dos tipos de guardia: una al 50%, o sea, el grupo se dividía en dos y la mitad del grupo hacía guardia hasta la mitad de la noche y el resto hasta el otro día al amanecer. Como oscurecía a las siete de la noche, un grupo hacia la guardia de ocho a una o dos de la madrugada y el otro la hacia hasta las siete de la mañana.
El otro tipo de guardia era al 100% –la más habitual, porque Cuito Cuanavale era una zona muy difícil–, consistía en pasar la noche despierto, de guardia. De ahí quizás viene la manía que tengo, que alguna gente dice que yo duermo de pie. Y es cierto, soy capaz de dormir de pie. Pero bueno, creo que quienes vivimos aquello quizás tengamos todos la misma manía, y podemos estar parados y recostarnos a un poste y dormir de pie.
Lo más interesante de la guardia... o sea, de las guardias de esa época lo que más recuerdo es la famosa libreta de la guardia.
En la unidad en Cuba teníamos una: en ella estaban escritos los nombres de los que les tocaba la guardia, y uno marcaba la hora de entrada y salida de la guardia y cualquier incidente que ocurriera.
Ahora, allí en las trincheras en Cuito Cuanavale, noté que quienes iban a entrar de guardia decían «oye, dame la libreta de la guardia», y yo, bueno, me dije, «asombroso ¿tenemos una libreta donde hay que apuntar si uno hizo la guardia?». Me pareció absurdo ya que se sabía que si un pelotón tiene cuatro escuadras, dos hacían la mitad de la noche y las otras dos el resto. Pensé que era una estupidez, pero al tocarme la guardia, fui disciplinadamente a pedir la tal libreta.
Entonces vi que todo el mundo como que se rió de mí, hasta que un amigo me dijo «mira, coge la libreta de la guardia» y me la entregó.
Recuerdo cuando la abrí, bueno... la carátula era la de una libreta de escuela común y corriente, pero cuando uno abría era algo alucinante: había mulatas, trigueñas, rubias, buenísimas, todas encueras. De libreta solo tenía la carátula. Adentro eran recortes de una revista portuguesa, porno, Revista para soldados se llamaba.
No sé cómo llegó esta revista a nuestras manos, pero bueno, de una forma u otra apareció un día, y la cosa duró, no sé, como ocho meses, pasando la libreta de mano en mano. Había como una complicidad simbólica, nadie decía en qué consistía, simplemente se decía «oye, ¿tú entras de guardia en el primer turno? No olvides dejarme la libreta de la guardia, que yo soy tu relevo».
Esta libreta de la guardia, de alguna manera, nos acompañó en aquellas largas y duras noches, mientras esperábamos al enemigo.
lunes, 19 de octubre de 2009
NOS ESCRIBÍAMOS CARTAS
Mi amiga Carmen estuvo en Angola, como artillera. Un día nos encontramos, y le pedí que me contara algo de su paso por esa tierra. Me contó mucho, y esta es la parte bonita de la historia que me contó.
Huambo era muy bonito, había muchos árboles y vegetación abundante, pero Kahama, donde nosotros estábamos, era una zona semidersértica. No sé si es el término que utilizaría un especialista sobre el clima de allí, pero a mí me lo parecía; el terreno era como una tierra arenosa, tengo fotos en que se ve como arena, pero del color de la tierra, roja. Caminando te cansas, como en la playa, y no había vegetación, las matas eran gajos secos, no había ni una hojita. Un día alguien vio, saliendo de la tierra, una hojita verde, y dijo «mira, una hojita», ¡y eso nos dio una alegría!, eso, súper simple.
Cuando regresé, creo que al otro día al despertar, me pareció que Cuba era verde, por el tiempo que estuve en ese lugar donde no había ni una hojita, ni una mata. Uno aquí no se da cuenta de lo verde que es Cuba.
Recuerdo una caravana que hicimos, cuando nos trasladamos de Huambo a Kahama. Es el paisaje más lindo que recuerdo. Todo el tiempo, piedras inmensas que brillaban al sol, precioso. Yo le decía a Isa que una de las cosas que más agradecía había sido la caravana, porque me iba a ir de Angola sin conocer esas cosas.
Isa era la número 2 de mi pieza, yo era la número 5. El 1 era la que disparaba; el 2, la que ubicaba y ponía las coordenadas, para que el 1 disparara; el 3 y el 4 eran las que cargaban las cajas de municiones y las ponían encima del cañón; el 5 el 6 y el 7 –en las piezas de hombres creo que son dos nada más, el 5 y el 6, pero en las de mujeres eran el 5, 6, y 7– eran las proveedoras, encintábamos las balas para después meterlas en las cajuelas, todo lo que tenía que ver con las municiones.
Isa era una de las muchachas cercanas a mí. Hablábamos de nuestras vidas, de lo que haríamos al volver a Cuba, y una de noche, cuando nos acostamos a dormir, me dio por escribirle una carta. Al día siguiente, en vez de dársela, se la envié por correo, aunque a ella la tenía ahí mismo, pues dormía en mi misma litera, en la cama debajo de la mía.
La carta viajó de nuestra unidad hasta Luanda, al correo central, y de allí volvió de regreso, hasta las manos de Isa. Ella la recibió, y sin decirme nada, la leyó, y me respondió también por correo.
Fue así que comenzamos Isa y yo a escribirnos aquellas cartas. Las primeras se tardaron un poco, mientras iban al correo central y luego eran distribuidas normalmente. Pero a partir de algún momento fueron muy rápidas y nos llegaban enseguida. Parece que los encargados del correo se dieron cuenta de que el remitente y el destinatario quedaban en la misma unidad, y ya las cartas ni iban al correo central.
Así nos contábamos lo que queríamos, cosas de la vida, lo que estábamos pensando, si estábamos nostálgicas por algo, si teníamos un novio, o cualquier cosa que se nos ocurriera. Yo las tengo guardadas, son un montón.
Huambo era muy bonito, había muchos árboles y vegetación abundante, pero Kahama, donde nosotros estábamos, era una zona semidersértica. No sé si es el término que utilizaría un especialista sobre el clima de allí, pero a mí me lo parecía; el terreno era como una tierra arenosa, tengo fotos en que se ve como arena, pero del color de la tierra, roja. Caminando te cansas, como en la playa, y no había vegetación, las matas eran gajos secos, no había ni una hojita. Un día alguien vio, saliendo de la tierra, una hojita verde, y dijo «mira, una hojita», ¡y eso nos dio una alegría!, eso, súper simple.
Cuando regresé, creo que al otro día al despertar, me pareció que Cuba era verde, por el tiempo que estuve en ese lugar donde no había ni una hojita, ni una mata. Uno aquí no se da cuenta de lo verde que es Cuba.
Recuerdo una caravana que hicimos, cuando nos trasladamos de Huambo a Kahama. Es el paisaje más lindo que recuerdo. Todo el tiempo, piedras inmensas que brillaban al sol, precioso. Yo le decía a Isa que una de las cosas que más agradecía había sido la caravana, porque me iba a ir de Angola sin conocer esas cosas.
Isa era la número 2 de mi pieza, yo era la número 5. El 1 era la que disparaba; el 2, la que ubicaba y ponía las coordenadas, para que el 1 disparara; el 3 y el 4 eran las que cargaban las cajas de municiones y las ponían encima del cañón; el 5 el 6 y el 7 –en las piezas de hombres creo que son dos nada más, el 5 y el 6, pero en las de mujeres eran el 5, 6, y 7– eran las proveedoras, encintábamos las balas para después meterlas en las cajuelas, todo lo que tenía que ver con las municiones.
Isa era una de las muchachas cercanas a mí. Hablábamos de nuestras vidas, de lo que haríamos al volver a Cuba, y una de noche, cuando nos acostamos a dormir, me dio por escribirle una carta. Al día siguiente, en vez de dársela, se la envié por correo, aunque a ella la tenía ahí mismo, pues dormía en mi misma litera, en la cama debajo de la mía.
La carta viajó de nuestra unidad hasta Luanda, al correo central, y de allí volvió de regreso, hasta las manos de Isa. Ella la recibió, y sin decirme nada, la leyó, y me respondió también por correo.
Fue así que comenzamos Isa y yo a escribirnos aquellas cartas. Las primeras se tardaron un poco, mientras iban al correo central y luego eran distribuidas normalmente. Pero a partir de algún momento fueron muy rápidas y nos llegaban enseguida. Parece que los encargados del correo se dieron cuenta de que el remitente y el destinatario quedaban en la misma unidad, y ya las cartas ni iban al correo central.
Así nos contábamos lo que queríamos, cosas de la vida, lo que estábamos pensando, si estábamos nostálgicas por algo, si teníamos un novio, o cualquier cosa que se nos ocurriera. Yo las tengo guardadas, son un montón.
domingo, 18 de octubre de 2009
LA CABEZA RAPADA Por Ernesto Pérez Castillo
Una vez tuve un sueño. Y esta será la segunda vez que lo cuento por escrito. La primera vez fue durante los exámenes de aptitud para ingresar al Instituto Superior de Arte.
Nos entregaron una hoja en blanco, y nos pidieron que contáramos un sueño. El aula en que estábamos sentados los aspirantes era la misma que durante los siguientes cinco años usamos los que resultamos aprobados.
Pero aquí la intención es contar ese sueño.
Es simple.
Yo bajando la escalerilla de un avión, vestido de camouflage, la cabeza rapada al cero, una mochila a la espalda, un fusil AKM cruzado al pecho. Termino de bajar la escalerilla, y el suelo que piso es el de la República Popular de Angola. Al pie de la escalerilla del avión, está mi hermano, vestido y rapado como yo. Ninguno de los dos sonríe al encontrarnos. Mi hermano no me abraza, apenas pasa su mano por mi cabeza, y siento que se compadece por mí.
Ahí termina el sueño.
Nunca estuve en Angola, pero mí hermano pasó más de un año allí. Regresó intacto, físicamente intacto, pero allá, por accidente, hizo explotar dos cajas de granadas, y pudo no volver nunca. Tuvo suerte, mucha, y nada le sucedió.
Cuando regresó, me llevó hasta la esquina de la cuadra, sacó del bolsillo un reloj digital, y me lo regaló. Me lo había traído de Angola. Trajo además una grabadora doble casetera, y su primer ventilador. Quizá algo más.
Yo no fui a Angola. A mis dieciocho años, quería ir. A mis cuarenta y tantos, sé que tuve una tremenda suerte al no poner mis pies allá. De Angola solo tuve ese reloj digital, y ese sueño, gracias al cual fui aprobado para estudiar en el Instituto Superior de Arte de La Habana.
Nos entregaron una hoja en blanco, y nos pidieron que contáramos un sueño. El aula en que estábamos sentados los aspirantes era la misma que durante los siguientes cinco años usamos los que resultamos aprobados.
Pero aquí la intención es contar ese sueño.
Es simple.
Yo bajando la escalerilla de un avión, vestido de camouflage, la cabeza rapada al cero, una mochila a la espalda, un fusil AKM cruzado al pecho. Termino de bajar la escalerilla, y el suelo que piso es el de la República Popular de Angola. Al pie de la escalerilla del avión, está mi hermano, vestido y rapado como yo. Ninguno de los dos sonríe al encontrarnos. Mi hermano no me abraza, apenas pasa su mano por mi cabeza, y siento que se compadece por mí.
Ahí termina el sueño.
Nunca estuve en Angola, pero mí hermano pasó más de un año allí. Regresó intacto, físicamente intacto, pero allá, por accidente, hizo explotar dos cajas de granadas, y pudo no volver nunca. Tuvo suerte, mucha, y nada le sucedió.
Cuando regresó, me llevó hasta la esquina de la cuadra, sacó del bolsillo un reloj digital, y me lo regaló. Me lo había traído de Angola. Trajo además una grabadora doble casetera, y su primer ventilador. Quizá algo más.
Yo no fui a Angola. A mis dieciocho años, quería ir. A mis cuarenta y tantos, sé que tuve una tremenda suerte al no poner mis pies allá. De Angola solo tuve ese reloj digital, y ese sueño, gracias al cual fui aprobado para estudiar en el Instituto Superior de Arte de La Habana.
jueves, 15 de octubre de 2009
LA CABEZA HUECA DE LOS ELEFANTES Por Ernesto Pérez Castillo
Los elefantes tienen una cabeza enorme, tan grande, que los huesos de sus cráneos necesitan estar llenos de aire, y para eso los huesos de sus cráneos son huecos, de lo contrario les pesaría tanto la testa que ni un solo elefanto, ni ninguna elefanta en este mundo llevaría la cabeza levantada. Se arrastrarían, vivirían y morirían a ras del suelo.
Y este elefanto piensa en ello, piensa que mejor aun sería tener hueco el corazón, pura cáscara vana. Anhela tener hueco el corazón, vaciárselo, dejarlo como una casa abandona, vacía, sin muebles, una casa sin ruidos ni nadie que la habite ni nadie que la quiera habitar.
Quizá así podría salir con el corazón libre de todo peso, ligero, y en alto. Quizá así no le pesaría tanto el corazón. Un corazón lleno de aire, eso quiere, solo aire, de ser posible, solo el aire fresco del amanecer, cuando aun no sale el sol, y en lo alto la luna ya es un trazo que se va.
Y este elefanto piensa en ello, piensa que mejor aun sería tener hueco el corazón, pura cáscara vana. Anhela tener hueco el corazón, vaciárselo, dejarlo como una casa abandona, vacía, sin muebles, una casa sin ruidos ni nadie que la habite ni nadie que la quiera habitar.
Quizá así podría salir con el corazón libre de todo peso, ligero, y en alto. Quizá así no le pesaría tanto el corazón. Un corazón lleno de aire, eso quiere, solo aire, de ser posible, solo el aire fresco del amanecer, cuando aun no sale el sol, y en lo alto la luna ya es un trazo que se va.
HACIENDO LAS COSAS MAL (la novela que viene) Por Ernesto Perez Castillo
Dios cuenta las lágrimas de las mujeres.
Если вы желаете удачно выйти замуж за иностранца,
вы можете послать нам вашу анкету и фото,
а мы их разместим в нашей фото-галлерее.....
МИЛЫЕ ДЕВУШКИ!
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En la universidad, Svetlana aprendió mucho, aprendió demasiado. En las noches, al regreso de trabajar, se metía a la cama a ver televisión, por falta de alguien con quien conversar.
A sus amigas de la infancia les pasaba otro tanto, salvo a Galia, que fue la única que tuvo el buen cuidado de mantenerse lo más alejada posible de las aulas y los pizarrones después de terminar el bachillerato.
Galia era la única de ellas que aprovechó sus mejores años arreglándose las uñas con pinturas de brillo, yendo religiosamente al gimnasio aunque no tuviera con qué llegar a fin de mes, y se mantuvo libre del pecado imperdonable que sería convertirse en universitaria, lo cual sería tanto como enviudar antes del casamiento, decía.
De inquietudes políticas, ni hablar, insistía ella.
La única excepción que se permitió al respecto fue solicitar en cuanto tuvo noticia de su fundación, la inscripción en el Partido de las Rubias Rusas, para lo cual previamente se tiñó el cabello, pues ella es trigueña natural.
La convenció de hacerlo el escuchar en la radio a Marina Volóshinova, la Secretaría General del partido, que tampoco es rubia.
La Volóshinova proclamaba que ser una rubia es un estado mental, y que se puede ser rubia por fuera o por dentro, porque se trata solo de no tomarse la vida tan en serio.
Además, según Galia, es un problema de solidaridad elemental, pues hombres y mujeres se burlan de las rubias por igual, porque se siempre se ha pensado que las rubias son guapas pero tontas.
Y no es así, como ella ha sabido demostrar con creces pues, desde que se tiño de rubia platino, fue la única de todas sus amigas que consiguió marido, y al casarse tuvo el buen cuidado de renunciar de inmediato a su militancia política, aunque no a dorarse el cabello.
Fue Galia quien le recomendó a Svetlana que se buscara un marido en Internet, aunque el suyo lo había conseguido en el mercado de la esquina.
La propia Galia, casada desde hacia tres años con un ingeniero, y a la espera de su segundo bebé, se había colgado su perfil en varios sitios web, y revisaba diariamente su buzón, a ver qué aparecía por ahí.
Cuando Svetlana le preguntó que para qué se había inscrito, si ya ella tenía marido, la rubia le contestó con sencillez y guiñándole un ojo:
–Bueno, es que una rubia siempre puede aspirar a más.
A sus amigas de la infancia les pasaba otro tanto, salvo a Galia, que fue la única que tuvo el buen cuidado de mantenerse lo más alejada posible de las aulas y los pizarrones después de terminar el bachillerato.
Galia era la única de ellas que aprovechó sus mejores años arreglándose las uñas con pinturas de brillo, yendo religiosamente al gimnasio aunque no tuviera con qué llegar a fin de mes, y se mantuvo libre del pecado imperdonable que sería convertirse en universitaria, lo cual sería tanto como enviudar antes del casamiento, decía.
De inquietudes políticas, ni hablar, insistía ella.
La única excepción que se permitió al respecto fue solicitar en cuanto tuvo noticia de su fundación, la inscripción en el Partido de las Rubias Rusas, para lo cual previamente se tiñó el cabello, pues ella es trigueña natural.
La convenció de hacerlo el escuchar en la radio a Marina Volóshinova, la Secretaría General del partido, que tampoco es rubia.
La Volóshinova proclamaba que ser una rubia es un estado mental, y que se puede ser rubia por fuera o por dentro, porque se trata solo de no tomarse la vida tan en serio.
Además, según Galia, es un problema de solidaridad elemental, pues hombres y mujeres se burlan de las rubias por igual, porque se siempre se ha pensado que las rubias son guapas pero tontas.
Y no es así, como ella ha sabido demostrar con creces pues, desde que se tiño de rubia platino, fue la única de todas sus amigas que consiguió marido, y al casarse tuvo el buen cuidado de renunciar de inmediato a su militancia política, aunque no a dorarse el cabello.
Fue Galia quien le recomendó a Svetlana que se buscara un marido en Internet, aunque el suyo lo había conseguido en el mercado de la esquina.
La propia Galia, casada desde hacia tres años con un ingeniero, y a la espera de su segundo bebé, se había colgado su perfil en varios sitios web, y revisaba diariamente su buzón, a ver qué aparecía por ahí.
Cuando Svetlana le preguntó que para qué se había inscrito, si ya ella tenía marido, la rubia le contestó con sencillez y guiñándole un ojo:
–Bueno, es que una rubia siempre puede aspirar a más.
miércoles, 14 de octubre de 2009
NUESTRA LIBERTAD Por Ernesto Perez Castillo
Hemos conquistado nuestra libertad. Sangre, sudor, fuego. No la cederemos fácilmente. Habrá que pasar por sobre nuestros cadáveres para arrebatárnosla. Pasar por sobre nuestros cadáveres y luego romper los siete candados, las largas cadenas, los gruesos barrotes tras los que hemos guardado, bien segura, nuestra libertad.
HOY ELLA CUMPLE AÑOS Por Ernesto Perez Castillo
Hoy ella cumple años, y yo estoy desvelado. Nada puedo hacer. Y quererla como la quiero, amarla, no sirve de nada. Hoy ella cumple años, y es feliz, y tambien yo soy feliz, aunque me falta el aire, me falta el mundo, me falta la vida que quise vivir.
En mi casa solo suenan los despertadores, y me dicen que es hora de salir de la cama, muchas horas despues de que estoy aqui, despierto, pensandola, queriendola felicitar, darle un abrazo, darle un beso y poner en sus manos la felicidad.
Hoy ella cumple años, y para mí es solo otro dia de cumplir con mis tareas, de regar las plantas, de besar a mi hijo, y de esperar que el tiempo pase, que el tiempo cure, que es solo una manera de esperar que el tiempo mate.
Que sea un lindo dia para ti, princesa, mujer bella, mujer sentada en lo profundo de mi corazón.
Que sea un lindo dia para ti, y que el peso de mi dolor no lastre tu felicidad de hoy.
En mi casa solo suenan los despertadores, y me dicen que es hora de salir de la cama, muchas horas despues de que estoy aqui, despierto, pensandola, queriendola felicitar, darle un abrazo, darle un beso y poner en sus manos la felicidad.
Hoy ella cumple años, y para mí es solo otro dia de cumplir con mis tareas, de regar las plantas, de besar a mi hijo, y de esperar que el tiempo pase, que el tiempo cure, que es solo una manera de esperar que el tiempo mate.
Que sea un lindo dia para ti, princesa, mujer bella, mujer sentada en lo profundo de mi corazón.
Que sea un lindo dia para ti, y que el peso de mi dolor no lastre tu felicidad de hoy.
lunes, 12 de octubre de 2009
DE ELEFANTES Y MARIPOSITAS Por Ernesto Pérez Castillo
Si un anhelo tienen los elefantes, son las mariposas. Mariposas amarillas, mariposas azules, mariposas lilas. Mariposas que cruzan dejando una estela dorada, mariposas que dejan un rastro de silencio detrás, mariposas aleteando en el pecho, mariposas encima de la cama, mariposas que nadie sabe a dónde van.
Y un elefanto es todo lo contrario de una mariposa.
Sí, un elefanto es un ser enorme, pesado, e incapaz de volar, pero siempre lleva consigo el ansia del vuelo, siempre la mirada más allá, al otro lado del horizonte, al otro lado del mar, donde su elefanta, con los ojos abiertos, sueña tener mariposas en el corazón.
Y un elefanto es todo lo contrario de una mariposa.
Sí, un elefanto es un ser enorme, pesado, e incapaz de volar, pero siempre lleva consigo el ansia del vuelo, siempre la mirada más allá, al otro lado del horizonte, al otro lado del mar, donde su elefanta, con los ojos abiertos, sueña tener mariposas en el corazón.
jueves, 8 de octubre de 2009
MEMORIAL DE PENÉLOPE por Ernesto Pérez Castillo
Ya me aburrí de alejar de esta casa a los que me pretenden y ahora juego a que me violan y los decapito al amanecer. Pero son insaciables. Cada noche vuelven y beben y se hartan mientras yo les miro desde mi sillón de viuda probable y espero la medianoche en que sortean cuál me poseerá esa madrugada. Luego se van y el desafortunado de turno me arrastra hasta tu cama con obstinación de adicto mortal a la ruleta rusa: allí he sido poseída de mil y una maneras desiguales y secas.
Yo les dejo hacer, mansa, como una paloma degollada, y al alba los ciego clavando en sus ojos mis dedos con ternura. Luego corto sus cabezas con la espada que dejaste a tus hijos para que me defendieran. Los cadáveres alimentan la pira del banquete nocturno, y esparzo las cenizas al viento de modo que queden insepultos y malditos.
Mis amantes son los hilos del manto inmenso que tejo tenaz para que no regreses nunca. Si un día apareces por esa puerta sus fantasmas te echarán a patadas por el culo. Ellos colman las habitaciones. De día les veo deambular nostálgicos y se despeñan desde los balcones para morirse otra vez porque no aceptan su derrota y olvidan el maleficio que nos ha regalado prometeo de hacernos ignorantes, para que buscásemos luz, y ciegos, para que tuviésemos fe.
Pero tú, siempre el más obtuso, sé ciego hasta el final y no regreses nunca. Cada atardecer, antes que el sol baje y se eclipse tras el horizonte, le rezo para que te tuerza y te laberinte los caminos, y ni por error te enrumbe de vuelta. Porque si algún día te atreves a volver habrás de pasar las pruebas a que someto a cada impostor que simula ser tú, y de las cuales ninguno sobrevive porque las inventaste tú mismo, a sabiendas de que eran letales incluso para ti.
Tardé tanto en aceptar que la mortalidad absoluta y consciente de tales pruebas era señal irremisible de que no regresarías nunca porque prometiste volver antes que tuviera fuerzas para empuñar la espada el hijo que engendraste entonces, y en mi vientre quedaba como garantía. Cuando lo vi nacer y uno de tus guerreros, luego supe que dejado sólo para ello, le cortó las manos, no dudé más. Eres un cochino traidor de guante blanco.
Así, el odio entinta cada uno de mis gestos, incluso los casuales, los del azar, los de no recordarlos nunca, porque he hecho del odio un ritual y por el odio es que sigo viva. Me alimento sólo para odiarte más, y para que más te odien tus hijos.
En ellos no debes poner la más mínima esperanza de salvación, he sido cuidadosamente sutil a la hora de sembrar la hidra de la abominación en sus corazones. Lejos de blasfemar tu memoria, llené la casa de reliquias tuyas que debían adorar y ante las cuales ofrendaban la mitad de sus alimentos, aún en las mayores hambrunas. Les obligué aprender de memoria cuantos versos compusieron los poetas para alabar tu gloria, y se los hice entonar por turnos hasta el cansancio o la fatiga.
De ahí que miren tu imagen en las paredes e instintivamente lleven la mano al pomo de la espada. Cuando pudieron escapar a mi dominación, destruyeron las reliquias que te recordaban, y escupen a tu hijo menor, el único que a pesar de la ausencia de sus manos pone amor en tu recuerdo.
El mayor, que se sobrepasaba siempre, para ofenderte hasta el incesto, se presentó una noche al sorteo de mis amantes, con tan mala estrella que se alzó con la victoria. Le dejaron sólo e intentó tomarme, confiado en que además de mujer era su madre y contra él nada podría, mas, no tuvo tiempo siquiera de gritar y ya su cabeza volaba y el cuerpo caía hacia atrás, como si estuviera muy borracho. No lo creerás: al tomar su cabeza para arrojarla al fuego vi que sus mejillas estaban llenas de lágrimas.
Aquello aclaró a sus hermanos las fronteras a respetar. En lo siguiente se limitan a orinar sobre los restos de tus reliquias y a burlarse de los versos que cantan tu gloria, mientras esperan el día en que yo decrete por fin que estás muerto, o muera yo misma, para repartirse los restos de tu heredad.
Al hermano menor no le dejan tranquilo, aunque son menos malévolos: le cuentan cómo apestaba la casa si descansabas en ella al término de alguna de las batallas que inventaste para dejarnos solos. Dejarnos solos era parte de tu gloria, la gloria del guerrero que no sabe que para subsistir su mujer se prostituye, tu gloria de hojalata, tu gloria que no alcanza a alimentarnos.
Sólo una vez pensé que llegaría a perdonarte, por una razón que no tenía que ver contigo, al menos no directamente. Fue a causa de uno de mis amantes. No dijo nada, mas sentí que aquel hombre me amaba. Hicimos el amor sin amor, pero muy tiernamente, como si de veras nos amáramos, como dos amantes que se separan otra vez y se despiden.
La ilusión duró apenas tres segundos. Al final de la madrugada comprendí que no me amaba a mí, sino a la mujer suicida que soy, y comencé a odiarlo cuando dijo amar el modo en que me veía tomar la espada. Recuerdo su cara de enamorado fugaz y todavía me da asco. No le degollé: lo dejé sobrevivir aquella madrugada, y el muy imbécil cometió la estupidez de morirse de amor.
Algo que no comprendía era la amputación que ordenaste contra tu hijo menor. Luego supe. El oráculo, al partir, te previno: de la espada de aquel hijo te debías cuidar. Hice morir empalada a la guardia que habías dejado para protegernos, y que tan poco celo mostró frente al mutilador de tu hijo. De ese modo quedamos a merced de cuanto advenedizo cruzara el país hasta que se crearon las reglas para el derroche a pesar nuestro de lo que abandonaste en casa.
Si vieras con qué placer estos hombres, débiles y mezquinos, que no fueron capaces de seguir tus tropas, cobardes, enanos antes que hombres, si vieras con qué placer derraman tu vino y devoran tu ganado. Para ellos el placer, chatos, no es cuestión de contraste sino de intensidad. No comen carne, comen tu carne. No fuerzan una mujer, fuerzan tu mujer. No gozan cagando, gozan porque se cagan en ti. Luego se dejan matar porque te temen, y porque prefieren morir inmediatamente a mis manos, que esperar temblando mil años las tuyas.
Así te has convertido en el peor de los tiranos: has dado lugar a que tus súbditos cometan en su delirio infinitos crímenes, y son tantas culpas que ni uno sólo lleva en el reino la cabeza levantada. Si continúan pecando no es incontinencia ni maldad sino que ellos, a una, buscan la muerte. Yo los tolero y los mato por compasión, y porque en mis amantes entreno el arte de la decapitación con que habré de recibirte.
El por qué de que tu hijo menor, el de las amputaciones, te ame tanto, es un milagro de Dios. Debía ser el primero a la hora de humillar tu recuerdo, y sin embargo, se ha cuidado mucho de ello, aunque pienso que pudiera ser orgullo. Pero no. Quizás, luego de conocer los designios de oráculo, te esté infinitamente agradecido por evitarle pecar de parricida.
De cualquier manera yo tú no andaría por ahí tan seguro: con los mutilados nunca se sabe. El lleva sus muñones con humildad y hay cierta aureola de dignidad en cuanto hace. Cada amanecer, después de sus abluciones, ora por tu salud y pide tu regreso con fervor. Siempre al caer la tarde va al mar, y dicen que pasa horas oteando el horizonte por descubrir si vuelven tus naves.
Nunca te dije que nací oscureciendo, una tarde cualquiera, en un país muy pobre, a finales de invierno. Iba a empezar la primavera, es cierto, pero en casa apenas importaba. Yo nací por accidente, como casi todo el mundo. Por eso cuando me elegiste entre las esclavas para ser tu esposa, Tú, el señalado por los dioses, el magnífico, no pude sino hacerte votos de eterna gratitud.
Pero hasta la más inmensa gratitud tiene sus límites, y el límite de mi gratitud es la soledad. Y es que la soledad me ha ido lastrando con dos rencores náufragos. Uno es el olvido, porque hiere pero nunca alcanza hasta la muerte. Otro es el amor, porque siempre llega tarde, siempre muy tarde, siempre siempre.
Un tiempo fuimos jóvenes y amantes, y yo descubría la palabra amor enterrada en tu pecho. Pero ahora cada vez estoy más consumida, viajo hacia el centro de mí misma como un hueco negro en medio del espacio que decidiera, después de haber absorbido al universo, absorberse a sí mismo, y no soy ningún hueco negro, sino una mujer con un miedo enorme a la ancianidad que me ronda y me acosa desde tus ausencias. Por eso no tienes perdón, ni la memoria ni ninguna de sus santas triquiñuelas podrán convencerme. El tiempo todo lo sana pero yo me preocupo cotidiana y pertinaz en reabrirme las heridas. Pobre de ti. Soy una gran llaga, una úlcera, un cáncer que te espera.
Dios mío que no me has oído nunca, perdona mi soberbia, perdona estos deseos de matar al prójimo, perdóname y no me dejes sola a la hora del delirio y de las confusiones y guíame hasta la paz del arrepentimiento, pero déjame tener de qué arrepentirme, así te será más grato el momento en que me postre ante ti como una hija que regresa. Dios mío, señor, soy una actriz, una comediante: mátame señor, por favor, mátame las máscaras.
No lloro nunca porque estoy viviendo más allá del llanto y del dolor. Estoy viviendo en una memoria de espinas que me hinca la esperanza. Yo te arrancaré a pedradas las mentiras de la despedida. Yo te arrancaré pedazos de hígado cada amanecer.
Tu amor por mí fue un gesto hermoso, pero impropio. Debiste amar a una hembra de tu raza para que pudieras pisotearla sin rencores y te fuera fiel hasta el dolor. Yo soy tu hamartía porque vengo de una raza de puñales, tan humillada siempre, que ha elevado su orgullo hasta los dioses.
Mi sola preocupación era el amor profesado a ti por el hijo mutilado, pero, mutilado al fin, poco podría en tu auxilio. Ya no estoy tan segura. Una tarde de otoño lo seguí hasta el mar y, con espanto, sorprendí la hermosa destreza con que sus muñones manejan la espada. Sólo una obstinación como la mía pueden haberle forjado la voluntad para llegar a servirse de su arma con la belleza con que le vi danzar los pasos de aquel solo de espadachín.
No temo que intente nada contra mí, hoy sé que su amor a ti es de histrión, y sus cantos de alabanza son como los cantos de la asquerosa hiena. No es mi enemigo: es mi competidor. Ha aprendido a manejar la espada para que cumplas la promesa de regresar, está pronto a ejecutar el fatal oráculo que a él te enlaza. Por eso me preocupo: nadie me quitará el privilegio de tu martirio. Si algún día regresas lo primero que hallarás será su cabeza clavada en una pica a la puerta de la casa. Habré concluido la obra que tú no pudiste cobarde.
Y si los dioses te ayudan, o si los años son tantos, que a tu regreso las trampas que preparaste a los usurpadores se han quebrado y logras salir vivo de ellas, si en definitiva puedo comprobar que eres tú, te digo, si regresas, no lo quiera dios, te voy a matar. Te voy a matar despacio delante de tus hijos. Hijo de perra, porque lo peor es que te espero y lo sabes, te espero aún después del odio.
Yo les dejo hacer, mansa, como una paloma degollada, y al alba los ciego clavando en sus ojos mis dedos con ternura. Luego corto sus cabezas con la espada que dejaste a tus hijos para que me defendieran. Los cadáveres alimentan la pira del banquete nocturno, y esparzo las cenizas al viento de modo que queden insepultos y malditos.
Mis amantes son los hilos del manto inmenso que tejo tenaz para que no regreses nunca. Si un día apareces por esa puerta sus fantasmas te echarán a patadas por el culo. Ellos colman las habitaciones. De día les veo deambular nostálgicos y se despeñan desde los balcones para morirse otra vez porque no aceptan su derrota y olvidan el maleficio que nos ha regalado prometeo de hacernos ignorantes, para que buscásemos luz, y ciegos, para que tuviésemos fe.
Pero tú, siempre el más obtuso, sé ciego hasta el final y no regreses nunca. Cada atardecer, antes que el sol baje y se eclipse tras el horizonte, le rezo para que te tuerza y te laberinte los caminos, y ni por error te enrumbe de vuelta. Porque si algún día te atreves a volver habrás de pasar las pruebas a que someto a cada impostor que simula ser tú, y de las cuales ninguno sobrevive porque las inventaste tú mismo, a sabiendas de que eran letales incluso para ti.
Tardé tanto en aceptar que la mortalidad absoluta y consciente de tales pruebas era señal irremisible de que no regresarías nunca porque prometiste volver antes que tuviera fuerzas para empuñar la espada el hijo que engendraste entonces, y en mi vientre quedaba como garantía. Cuando lo vi nacer y uno de tus guerreros, luego supe que dejado sólo para ello, le cortó las manos, no dudé más. Eres un cochino traidor de guante blanco.
Así, el odio entinta cada uno de mis gestos, incluso los casuales, los del azar, los de no recordarlos nunca, porque he hecho del odio un ritual y por el odio es que sigo viva. Me alimento sólo para odiarte más, y para que más te odien tus hijos.
En ellos no debes poner la más mínima esperanza de salvación, he sido cuidadosamente sutil a la hora de sembrar la hidra de la abominación en sus corazones. Lejos de blasfemar tu memoria, llené la casa de reliquias tuyas que debían adorar y ante las cuales ofrendaban la mitad de sus alimentos, aún en las mayores hambrunas. Les obligué aprender de memoria cuantos versos compusieron los poetas para alabar tu gloria, y se los hice entonar por turnos hasta el cansancio o la fatiga.
De ahí que miren tu imagen en las paredes e instintivamente lleven la mano al pomo de la espada. Cuando pudieron escapar a mi dominación, destruyeron las reliquias que te recordaban, y escupen a tu hijo menor, el único que a pesar de la ausencia de sus manos pone amor en tu recuerdo.
El mayor, que se sobrepasaba siempre, para ofenderte hasta el incesto, se presentó una noche al sorteo de mis amantes, con tan mala estrella que se alzó con la victoria. Le dejaron sólo e intentó tomarme, confiado en que además de mujer era su madre y contra él nada podría, mas, no tuvo tiempo siquiera de gritar y ya su cabeza volaba y el cuerpo caía hacia atrás, como si estuviera muy borracho. No lo creerás: al tomar su cabeza para arrojarla al fuego vi que sus mejillas estaban llenas de lágrimas.
Aquello aclaró a sus hermanos las fronteras a respetar. En lo siguiente se limitan a orinar sobre los restos de tus reliquias y a burlarse de los versos que cantan tu gloria, mientras esperan el día en que yo decrete por fin que estás muerto, o muera yo misma, para repartirse los restos de tu heredad.
Al hermano menor no le dejan tranquilo, aunque son menos malévolos: le cuentan cómo apestaba la casa si descansabas en ella al término de alguna de las batallas que inventaste para dejarnos solos. Dejarnos solos era parte de tu gloria, la gloria del guerrero que no sabe que para subsistir su mujer se prostituye, tu gloria de hojalata, tu gloria que no alcanza a alimentarnos.
Sólo una vez pensé que llegaría a perdonarte, por una razón que no tenía que ver contigo, al menos no directamente. Fue a causa de uno de mis amantes. No dijo nada, mas sentí que aquel hombre me amaba. Hicimos el amor sin amor, pero muy tiernamente, como si de veras nos amáramos, como dos amantes que se separan otra vez y se despiden.
La ilusión duró apenas tres segundos. Al final de la madrugada comprendí que no me amaba a mí, sino a la mujer suicida que soy, y comencé a odiarlo cuando dijo amar el modo en que me veía tomar la espada. Recuerdo su cara de enamorado fugaz y todavía me da asco. No le degollé: lo dejé sobrevivir aquella madrugada, y el muy imbécil cometió la estupidez de morirse de amor.
Algo que no comprendía era la amputación que ordenaste contra tu hijo menor. Luego supe. El oráculo, al partir, te previno: de la espada de aquel hijo te debías cuidar. Hice morir empalada a la guardia que habías dejado para protegernos, y que tan poco celo mostró frente al mutilador de tu hijo. De ese modo quedamos a merced de cuanto advenedizo cruzara el país hasta que se crearon las reglas para el derroche a pesar nuestro de lo que abandonaste en casa.
Si vieras con qué placer estos hombres, débiles y mezquinos, que no fueron capaces de seguir tus tropas, cobardes, enanos antes que hombres, si vieras con qué placer derraman tu vino y devoran tu ganado. Para ellos el placer, chatos, no es cuestión de contraste sino de intensidad. No comen carne, comen tu carne. No fuerzan una mujer, fuerzan tu mujer. No gozan cagando, gozan porque se cagan en ti. Luego se dejan matar porque te temen, y porque prefieren morir inmediatamente a mis manos, que esperar temblando mil años las tuyas.
Así te has convertido en el peor de los tiranos: has dado lugar a que tus súbditos cometan en su delirio infinitos crímenes, y son tantas culpas que ni uno sólo lleva en el reino la cabeza levantada. Si continúan pecando no es incontinencia ni maldad sino que ellos, a una, buscan la muerte. Yo los tolero y los mato por compasión, y porque en mis amantes entreno el arte de la decapitación con que habré de recibirte.
El por qué de que tu hijo menor, el de las amputaciones, te ame tanto, es un milagro de Dios. Debía ser el primero a la hora de humillar tu recuerdo, y sin embargo, se ha cuidado mucho de ello, aunque pienso que pudiera ser orgullo. Pero no. Quizás, luego de conocer los designios de oráculo, te esté infinitamente agradecido por evitarle pecar de parricida.
De cualquier manera yo tú no andaría por ahí tan seguro: con los mutilados nunca se sabe. El lleva sus muñones con humildad y hay cierta aureola de dignidad en cuanto hace. Cada amanecer, después de sus abluciones, ora por tu salud y pide tu regreso con fervor. Siempre al caer la tarde va al mar, y dicen que pasa horas oteando el horizonte por descubrir si vuelven tus naves.
Nunca te dije que nací oscureciendo, una tarde cualquiera, en un país muy pobre, a finales de invierno. Iba a empezar la primavera, es cierto, pero en casa apenas importaba. Yo nací por accidente, como casi todo el mundo. Por eso cuando me elegiste entre las esclavas para ser tu esposa, Tú, el señalado por los dioses, el magnífico, no pude sino hacerte votos de eterna gratitud.
Pero hasta la más inmensa gratitud tiene sus límites, y el límite de mi gratitud es la soledad. Y es que la soledad me ha ido lastrando con dos rencores náufragos. Uno es el olvido, porque hiere pero nunca alcanza hasta la muerte. Otro es el amor, porque siempre llega tarde, siempre muy tarde, siempre siempre.
Un tiempo fuimos jóvenes y amantes, y yo descubría la palabra amor enterrada en tu pecho. Pero ahora cada vez estoy más consumida, viajo hacia el centro de mí misma como un hueco negro en medio del espacio que decidiera, después de haber absorbido al universo, absorberse a sí mismo, y no soy ningún hueco negro, sino una mujer con un miedo enorme a la ancianidad que me ronda y me acosa desde tus ausencias. Por eso no tienes perdón, ni la memoria ni ninguna de sus santas triquiñuelas podrán convencerme. El tiempo todo lo sana pero yo me preocupo cotidiana y pertinaz en reabrirme las heridas. Pobre de ti. Soy una gran llaga, una úlcera, un cáncer que te espera.
Dios mío que no me has oído nunca, perdona mi soberbia, perdona estos deseos de matar al prójimo, perdóname y no me dejes sola a la hora del delirio y de las confusiones y guíame hasta la paz del arrepentimiento, pero déjame tener de qué arrepentirme, así te será más grato el momento en que me postre ante ti como una hija que regresa. Dios mío, señor, soy una actriz, una comediante: mátame señor, por favor, mátame las máscaras.
No lloro nunca porque estoy viviendo más allá del llanto y del dolor. Estoy viviendo en una memoria de espinas que me hinca la esperanza. Yo te arrancaré a pedradas las mentiras de la despedida. Yo te arrancaré pedazos de hígado cada amanecer.
Tu amor por mí fue un gesto hermoso, pero impropio. Debiste amar a una hembra de tu raza para que pudieras pisotearla sin rencores y te fuera fiel hasta el dolor. Yo soy tu hamartía porque vengo de una raza de puñales, tan humillada siempre, que ha elevado su orgullo hasta los dioses.
Mi sola preocupación era el amor profesado a ti por el hijo mutilado, pero, mutilado al fin, poco podría en tu auxilio. Ya no estoy tan segura. Una tarde de otoño lo seguí hasta el mar y, con espanto, sorprendí la hermosa destreza con que sus muñones manejan la espada. Sólo una obstinación como la mía pueden haberle forjado la voluntad para llegar a servirse de su arma con la belleza con que le vi danzar los pasos de aquel solo de espadachín.
No temo que intente nada contra mí, hoy sé que su amor a ti es de histrión, y sus cantos de alabanza son como los cantos de la asquerosa hiena. No es mi enemigo: es mi competidor. Ha aprendido a manejar la espada para que cumplas la promesa de regresar, está pronto a ejecutar el fatal oráculo que a él te enlaza. Por eso me preocupo: nadie me quitará el privilegio de tu martirio. Si algún día regresas lo primero que hallarás será su cabeza clavada en una pica a la puerta de la casa. Habré concluido la obra que tú no pudiste cobarde.
Y si los dioses te ayudan, o si los años son tantos, que a tu regreso las trampas que preparaste a los usurpadores se han quebrado y logras salir vivo de ellas, si en definitiva puedo comprobar que eres tú, te digo, si regresas, no lo quiera dios, te voy a matar. Te voy a matar despacio delante de tus hijos. Hijo de perra, porque lo peor es que te espero y lo sabes, te espero aún después del odio.
viernes, 11 de septiembre de 2009
LOS ELEFANTES Y EL MAR Por Ernesto Pérez Castillo
Algunos elefantes gustan del mar. Como esta elefanta y este elefanto. A ella le brillan los ojos frente al azul infinito, respira, sonríe como nunca, se deja acariciar, vibra, vive.
El mar es el dulce alivio de este elefanto, el mar y cualquier otra felicidad, porque estos elefantes han vivido una vida larga y compleja, pero en el mar siempre han sido felices. Cuando hablan de ir al mar, cuando están frente a las olas, cuando sus cuerpos se sumergen en el azul, todo queda atrás, todo, y estos elefantes se miran a los ojos otra vez, y se besan, y se saben uno mientras están allí.
Por eso, cuando este elefanto está solo, alza la vista a lo lejos, más allá de todo y de sí, y mira sin ver las bombillas del alumbrado público, los postes de teléfono, los autos modernos, las ventanas cerradas, los animales domésticos, las ambulancias urgentes, el humo de los hombres y cualquier otro dolor, y solo ve, allá en el horizonte amado, el mar, su mar, su aliado, que le pone cerca, siempre, a su elefanta dulce, a su elefanta sonriente, a su elefanta feliz.
El mar es el dulce alivio de este elefanto, el mar y cualquier otra felicidad, porque estos elefantes han vivido una vida larga y compleja, pero en el mar siempre han sido felices. Cuando hablan de ir al mar, cuando están frente a las olas, cuando sus cuerpos se sumergen en el azul, todo queda atrás, todo, y estos elefantes se miran a los ojos otra vez, y se besan, y se saben uno mientras están allí.
Por eso, cuando este elefanto está solo, alza la vista a lo lejos, más allá de todo y de sí, y mira sin ver las bombillas del alumbrado público, los postes de teléfono, los autos modernos, las ventanas cerradas, los animales domésticos, las ambulancias urgentes, el humo de los hombres y cualquier otro dolor, y solo ve, allá en el horizonte amado, el mar, su mar, su aliado, que le pone cerca, siempre, a su elefanta dulce, a su elefanta sonriente, a su elefanta feliz.
martes, 25 de agosto de 2009
LOS ELEFANTES, LA MÚSICA Y EL CIELO DE LOS BUENOS Por Ernesto Pérez Castillo
Este elefanto escuchó una canción que le robó el alma. La escuchó de noche, de casualidad, entre otras muchas canciones. La escuchó una sola vez, hace muchos años, pero solo esa canción, de entre todas, le dijo algo, y aunque no decía mucho, sintió que era la canción justa para él, con las dos o tres palabras que cambiarían el sentido de su vida, que le darían un sentido a su vida el día que la volviera a escuchar.
Desde entonces quiso escuchar de nuevo esa canción, y a todos los elefantos y elefantas se la tarareaba, a ver si la conocían, pero ninguna elefanta ni ningún elefanto recordaban haberla escuchado nunca jamás.
Así, una tarde suave junto a esta elefanta que acaba de encontrar, le habló de su deseo de tener esa canción consigo. Le dijo que era una canción muy especial, una canción que le removía por dentro las piedras de su ser, que le hacía sentir un vacío en el pecho, un vacío muy grande, pero un vacío muy dulce.
Ella, la elefanta, le pidió que cantara la canción, y el elefanto cantó: «y tú mirar… se me clava en los ojos como una espá…» Ella, la elefanta, le escuchó cantar, y al instante recordó esa canción. Se la había escuchado muchas veces a alguien que solo conocía de dos cosas: de música, y de todo lo demás. Ese sabio era su padre –un elefanto enorme, noble y muy querido–, ya para siempre en el amoroso cielo que se ganan los elefantes que viven la vida haciendo el bien.
Entonces su elefanta cantó con él. El elefanto, al escuchar a su elefanta cantar esa canción, al ver que ella y solo ella en este mundo conocía la canción que tanto y tanto él buscó, sintió que aquel vacío dulce en el pecho se tornaba más y más dulce y se volvía menos y menos vacío. Y eso le pareció una señal, y le pareció un milagro: supo que el mejor y el más grande de los elefantes les enviaba, desde el cielo de los buenos, un regalo único y hermoso, solo para ellos dos.
Desde entonces quiso escuchar de nuevo esa canción, y a todos los elefantos y elefantas se la tarareaba, a ver si la conocían, pero ninguna elefanta ni ningún elefanto recordaban haberla escuchado nunca jamás.
Así, una tarde suave junto a esta elefanta que acaba de encontrar, le habló de su deseo de tener esa canción consigo. Le dijo que era una canción muy especial, una canción que le removía por dentro las piedras de su ser, que le hacía sentir un vacío en el pecho, un vacío muy grande, pero un vacío muy dulce.
Ella, la elefanta, le pidió que cantara la canción, y el elefanto cantó: «y tú mirar… se me clava en los ojos como una espá…» Ella, la elefanta, le escuchó cantar, y al instante recordó esa canción. Se la había escuchado muchas veces a alguien que solo conocía de dos cosas: de música, y de todo lo demás. Ese sabio era su padre –un elefanto enorme, noble y muy querido–, ya para siempre en el amoroso cielo que se ganan los elefantes que viven la vida haciendo el bien.
Entonces su elefanta cantó con él. El elefanto, al escuchar a su elefanta cantar esa canción, al ver que ella y solo ella en este mundo conocía la canción que tanto y tanto él buscó, sintió que aquel vacío dulce en el pecho se tornaba más y más dulce y se volvía menos y menos vacío. Y eso le pareció una señal, y le pareció un milagro: supo que el mejor y el más grande de los elefantes les enviaba, desde el cielo de los buenos, un regalo único y hermoso, solo para ellos dos.
viernes, 7 de agosto de 2009
UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Una novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo
CAPÍTULO CINCO
MI hermano no tiene novia, ni podrá tener en mucho tiempo. Creo que tener novia es lo único para lo cual mi hermano va a pasar trabajo, pues eso es lo único que a mí se me da fácil.
Yo, cada vez que quiero tener una novia, salgo para la calle. Tener novia es en verdad una cosa muy sencilla. Como todo, es cuestión de paciencia y de perseverancia. Es una cosa matemática.
Por ejemplo, si yo quiero tener una novia, si me levanto un día cualquiera por la mañana y se me ocurre que ese día tengo que tener una novia, pues nada, salgo para la calle y la consigo. A veces me demoro más, a veces me demoro menos, pero la consigo, eso es seguro, es matemático.
Yo salgo para la calle, voy para la primera parada de ómnibus, y me pongo en la cola de los de pie. Eso es lo más importante, para poder moverme con libertad dentro del ómnibus. Si marco en la cola de los sentados, entonces la cosa no funciona y no consigo novia ni nada.
La cosa es que entro al ómnibus, cuando ya todos los asientos están ocupados, y reviso a ver cuantas posibles novias están sentadas en los asientos. Normalmente, en cada ómnibus que sale del paradero hay como nueve o diez posibles novias sentadas esperando por mí. Entonces las comparo a todas entre sí, y ubico dónde está sentada la más bonita y dónde está sentada la más fea. Casi siempre ocupan más o menos el mismo lugar: las posibles novias más bonitas siempre escogen sentarse en los asientos del final del ómnibus, las posibles novias más feas se sientan delante, muy cerca de donde está el chofer. Yo creo que es porque las posibles novias mas feas están desesperadas por tener novio y se sientan delante para que todo sea mas fácil y mas rápido, mientras que las posibles novias mas bonitas se sientan detrás para ponerte la cosa más trabajosa, y también porque seguramente ya tienen novio y no lo van a cambiar así como así.
Ahora, si yo entro al ómnibus y veo que la posible novia más bonita está sentada en uno de los asientos delanteros, entonces no pierdo tiempo, porque en ese caso es que su novio la acaba de botar y ella está desesperada por conseguir otro novio por muy bonita que sea.
Pero eso ocurre muy pocas veces. Yo solo he visto a la posible novia mas bonita sentada en un asiento delantero unas doscientas treinta y cuatro veces en mi vida, o sea, casi nunca, así que no es algo con lo que haya que contar el día que me levanto y siento que tengo que conseguir novia ese día. Casi siempre cuando entro aun ómnibus y veo que la posible novia mas bonita esta sentada en un asiento delantero resulta que es un día que me levanté sin sentir que debía tener novia ese día, sino que es un día que pensé debía tener un perro pastor o que debía conseguir ese día un pastel de guayabas, y los pasteles de guayabas y los perros pastores sí que son difíciles de conseguir, por más deseos que tengas. Yo, al menos siempre he querido tener un perro pastor y a cada rato quiero un pastel de guayabas, y jamás he conseguido ni lo uno ni lo otro, y de verdad que no he encontrado un truco para lograrlo, como no sea pidiéndoselo mucho a Blanca Nieves y los Siete Enanitos, que tengo mucha esperanza en que un día me escucharán y harán algo por mí. Pero para tener novia no hay que molestar a Blanca Nieves ni a los Siete Enanitos. No, para eso basta con subirse a un ómnibus, y seguir mi técnica.
Una vez que ya sé donde está sentada la posible novia más fea y la posible novia más bonita, entonces reviso con la vista a todas las posibles novias que estén sentadas entre ellas dos, y casi siempre, a mitad de camino se encuentra sentada la posible novia termino medio. Esa es la clave. Entonces voy hasta la posible novia termino medio y ya, le pregunto si quiere ser el amor de la vida de alguien como yo que iba a ser el futuro heredero de una moto Skoda, pero que desde que mi padre vendió la Skoda ya seria solo el huérfano que no heredaría una moto Skoda ni nada.
Antes no les preguntaba eso, antes les preguntaba si querrían ser el amor de la vida del heredero de una moto Skoda. Pero, sinceramente, desde que les ofrezco ser el amor de la vida de un huérfano que no tendrá ni una moto Skoda, la verdad es que tengo mejores resultados. Bueno, eso, les ofrezco ser el amor de la vida de un futuro huérfano sin Skoda, y si la posible novia termino medio se ríe, pues entonces ya sé que no hay nada que hacer, pues la posible novia termino medio no me está tomando en serio.
Pero si cuando le digo eso la posible novia término medio se me queda mirando, callada, sin reírse y sin decir una palabra, entonces ahí sí sé que estoy muy cerca de tener una novia ese día. Cuando una posible novia se ríe, no te toma en serio, pero si una posible novia termino medio se queda callada y mirándote a los ojos, entonces es que te está atendiendo, y ese es el primer paso para que una posible novia sea tu novia, pues si te atiende te entiende.
Pero tampoco es así de fácil, porque casi siempre en ese momento entra un ciego en el ómnibus y la posible novia término medio le da su asiento, o ella se tiene que bajar porque ya llegó su parada, o el ómnibus choca contra un auto cualquiera porque el otro chofer no sabe que yo estoy a punto de conseguir mi novia, o el ómnibus choca contra un poste porque el chofer del ómnibus no tiene ningún interés en que yo consiga novia ese día y no atiende como es debido al timón. Yo he estado, entre choques contra otra auto y choques contra postes del alumbrado publico, en unos dos mil doscientos veinticinco accidentes de tránsito, sin contar la vez que mi papá conoció al nuevo amor de su vida y mi destino comenzó a ser el de un huérfano sin Skoda.
La suerte es que los ómnibus, en general, van llenos de posibles novias término medio, así que la cosa es ir ofreciendo, sin cansarse, ser la novia del que será huérfano sin Skoda.Cada vez que es el día que decido que tengo que tener novia, yo le digo lo mismo a unas ciento cincuenta posibles novias término medio. A veces a menos, a veces a más. Pero lo importante es que antes que termine el día tengo que tener novia. Y salvo muy raras excepciones, termino el día teniendo novia. No es complicado. Solo hay que tener paciencia.
MI hermano no tiene novia, ni podrá tener en mucho tiempo. Creo que tener novia es lo único para lo cual mi hermano va a pasar trabajo, pues eso es lo único que a mí se me da fácil.
Yo, cada vez que quiero tener una novia, salgo para la calle. Tener novia es en verdad una cosa muy sencilla. Como todo, es cuestión de paciencia y de perseverancia. Es una cosa matemática.
Por ejemplo, si yo quiero tener una novia, si me levanto un día cualquiera por la mañana y se me ocurre que ese día tengo que tener una novia, pues nada, salgo para la calle y la consigo. A veces me demoro más, a veces me demoro menos, pero la consigo, eso es seguro, es matemático.
Yo salgo para la calle, voy para la primera parada de ómnibus, y me pongo en la cola de los de pie. Eso es lo más importante, para poder moverme con libertad dentro del ómnibus. Si marco en la cola de los sentados, entonces la cosa no funciona y no consigo novia ni nada.
La cosa es que entro al ómnibus, cuando ya todos los asientos están ocupados, y reviso a ver cuantas posibles novias están sentadas en los asientos. Normalmente, en cada ómnibus que sale del paradero hay como nueve o diez posibles novias sentadas esperando por mí. Entonces las comparo a todas entre sí, y ubico dónde está sentada la más bonita y dónde está sentada la más fea. Casi siempre ocupan más o menos el mismo lugar: las posibles novias más bonitas siempre escogen sentarse en los asientos del final del ómnibus, las posibles novias más feas se sientan delante, muy cerca de donde está el chofer. Yo creo que es porque las posibles novias mas feas están desesperadas por tener novio y se sientan delante para que todo sea mas fácil y mas rápido, mientras que las posibles novias mas bonitas se sientan detrás para ponerte la cosa más trabajosa, y también porque seguramente ya tienen novio y no lo van a cambiar así como así.
Ahora, si yo entro al ómnibus y veo que la posible novia más bonita está sentada en uno de los asientos delanteros, entonces no pierdo tiempo, porque en ese caso es que su novio la acaba de botar y ella está desesperada por conseguir otro novio por muy bonita que sea.
Pero eso ocurre muy pocas veces. Yo solo he visto a la posible novia mas bonita sentada en un asiento delantero unas doscientas treinta y cuatro veces en mi vida, o sea, casi nunca, así que no es algo con lo que haya que contar el día que me levanto y siento que tengo que conseguir novia ese día. Casi siempre cuando entro aun ómnibus y veo que la posible novia mas bonita esta sentada en un asiento delantero resulta que es un día que me levanté sin sentir que debía tener novia ese día, sino que es un día que pensé debía tener un perro pastor o que debía conseguir ese día un pastel de guayabas, y los pasteles de guayabas y los perros pastores sí que son difíciles de conseguir, por más deseos que tengas. Yo, al menos siempre he querido tener un perro pastor y a cada rato quiero un pastel de guayabas, y jamás he conseguido ni lo uno ni lo otro, y de verdad que no he encontrado un truco para lograrlo, como no sea pidiéndoselo mucho a Blanca Nieves y los Siete Enanitos, que tengo mucha esperanza en que un día me escucharán y harán algo por mí. Pero para tener novia no hay que molestar a Blanca Nieves ni a los Siete Enanitos. No, para eso basta con subirse a un ómnibus, y seguir mi técnica.
Una vez que ya sé donde está sentada la posible novia más fea y la posible novia más bonita, entonces reviso con la vista a todas las posibles novias que estén sentadas entre ellas dos, y casi siempre, a mitad de camino se encuentra sentada la posible novia termino medio. Esa es la clave. Entonces voy hasta la posible novia termino medio y ya, le pregunto si quiere ser el amor de la vida de alguien como yo que iba a ser el futuro heredero de una moto Skoda, pero que desde que mi padre vendió la Skoda ya seria solo el huérfano que no heredaría una moto Skoda ni nada.
Antes no les preguntaba eso, antes les preguntaba si querrían ser el amor de la vida del heredero de una moto Skoda. Pero, sinceramente, desde que les ofrezco ser el amor de la vida de un huérfano que no tendrá ni una moto Skoda, la verdad es que tengo mejores resultados. Bueno, eso, les ofrezco ser el amor de la vida de un futuro huérfano sin Skoda, y si la posible novia termino medio se ríe, pues entonces ya sé que no hay nada que hacer, pues la posible novia termino medio no me está tomando en serio.
Pero si cuando le digo eso la posible novia término medio se me queda mirando, callada, sin reírse y sin decir una palabra, entonces ahí sí sé que estoy muy cerca de tener una novia ese día. Cuando una posible novia se ríe, no te toma en serio, pero si una posible novia termino medio se queda callada y mirándote a los ojos, entonces es que te está atendiendo, y ese es el primer paso para que una posible novia sea tu novia, pues si te atiende te entiende.
Pero tampoco es así de fácil, porque casi siempre en ese momento entra un ciego en el ómnibus y la posible novia término medio le da su asiento, o ella se tiene que bajar porque ya llegó su parada, o el ómnibus choca contra un auto cualquiera porque el otro chofer no sabe que yo estoy a punto de conseguir mi novia, o el ómnibus choca contra un poste porque el chofer del ómnibus no tiene ningún interés en que yo consiga novia ese día y no atiende como es debido al timón. Yo he estado, entre choques contra otra auto y choques contra postes del alumbrado publico, en unos dos mil doscientos veinticinco accidentes de tránsito, sin contar la vez que mi papá conoció al nuevo amor de su vida y mi destino comenzó a ser el de un huérfano sin Skoda.
La suerte es que los ómnibus, en general, van llenos de posibles novias término medio, así que la cosa es ir ofreciendo, sin cansarse, ser la novia del que será huérfano sin Skoda.Cada vez que es el día que decido que tengo que tener novia, yo le digo lo mismo a unas ciento cincuenta posibles novias término medio. A veces a menos, a veces a más. Pero lo importante es que antes que termine el día tengo que tener novia. Y salvo muy raras excepciones, termino el día teniendo novia. No es complicado. Solo hay que tener paciencia.
martes, 28 de julio de 2009
LOS ELEFANTES Y LA FELICIDAD Por Ernesto Pérez Castillo
Como los elefantes saben de su buena memoria, de su bendita capacidad para olvidarlo todo, usan sus trucos de tanto en tanto, porque a los elefantes les gusta olvidar, pero les duele ser olvidados.
Por eso se empeñan en rituales inútiles: le dicen una y otra vez y otra vez a su elefanta –a su elefanto– que le extrañan, que le quieren, que quieren vivir la vida entera con él, con ella, que quieren tener elefantitas y elefantitos. Ese es el truco más torpe, porque la vida entera de los elefantes dura un segundo, el segundo en que son felices y que nunca más recordarán.
La vida entera de este elefanto ocurrió una mañana en que estaba mirando un paisaje, el mismo de todos sus días, donde no había un río ni nada, pero lo miraba esta vez como si fuera la primera vez, como siempre miran los elefantes, y de pronto alguien le llamó, y olvidó el paisaje y acudió a la voz que lo voceaba.
Era otro elefante, que le entregó una flor y le dijo que una elefanta había llegado hasta allí, le encargó entregarle esa flor en su nombre –sin su nombre decir– y se había ido corriendo, a la manera cómica que tienen las elefantas de correr cuando hacen una picardía.
Ahí el elefanto fue muy muy feliz, tan feliz como no recordaba haberlo sido nunca, y miró otra vez hacia el paisaje, y le pareció ver entre el follaje a su elefanta corriendo, riendo, alejándose feliz.
El elefanto ya olvidó aquella mañana, ya olvidó aquella flor, pero todos los días de su vida, cuando mira ese paisaje, siente un vibrar dentro de sí –el de la tierra estremecida por el correr de la elefanta pícara–, y sueña con una elefanta corriendo, sueña que una elefanta le deja a escondidas una flor. Y olvida y olvida y olvida su sueño imposible. Pero sabe que ese paisaje le gusta porque sueña que allí una mañana fue feliz.
Por eso se empeñan en rituales inútiles: le dicen una y otra vez y otra vez a su elefanta –a su elefanto– que le extrañan, que le quieren, que quieren vivir la vida entera con él, con ella, que quieren tener elefantitas y elefantitos. Ese es el truco más torpe, porque la vida entera de los elefantes dura un segundo, el segundo en que son felices y que nunca más recordarán.
La vida entera de este elefanto ocurrió una mañana en que estaba mirando un paisaje, el mismo de todos sus días, donde no había un río ni nada, pero lo miraba esta vez como si fuera la primera vez, como siempre miran los elefantes, y de pronto alguien le llamó, y olvidó el paisaje y acudió a la voz que lo voceaba.
Era otro elefante, que le entregó una flor y le dijo que una elefanta había llegado hasta allí, le encargó entregarle esa flor en su nombre –sin su nombre decir– y se había ido corriendo, a la manera cómica que tienen las elefantas de correr cuando hacen una picardía.
Ahí el elefanto fue muy muy feliz, tan feliz como no recordaba haberlo sido nunca, y miró otra vez hacia el paisaje, y le pareció ver entre el follaje a su elefanta corriendo, riendo, alejándose feliz.
El elefanto ya olvidó aquella mañana, ya olvidó aquella flor, pero todos los días de su vida, cuando mira ese paisaje, siente un vibrar dentro de sí –el de la tierra estremecida por el correr de la elefanta pícara–, y sueña con una elefanta corriendo, sueña que una elefanta le deja a escondidas una flor. Y olvida y olvida y olvida su sueño imposible. Pero sabe que ese paisaje le gusta porque sueña que allí una mañana fue feliz.
miércoles, 22 de julio de 2009
DIOS AMA A LOS ELEFANTES Por Ernesto Pérez Castillo
El don más preciado de los elefantes es su memoria: tienen una memoria excelente, porque es una memoria que olvida. Eso es una buena memoria, y es una suerte y una bendición tener una memoria capaz de olvidar.
También esa buena memoria de los elefantes explica por qué se toman tanto tiempo para todo. Y es que si bien los elefantes todo lo olvidan, solo una cosa no logran olvidar, y es precisamente eso: no olvidan que todo lo olvidarán.
Entonces, a la hora de besar el elefanto a su elefanta, se toma todo el tiempo del mundo, y más: se toma el tiempo de las estrellas, se toma el tiempo del sol, se toma el tiempo de los astros. Cada elefanto cree que es eterno, y lo mismo piensa cada elefanta, y no les preocupa el cambio de las estaciones, les preocupan solo las grisuras del olvido.
Por eso muchas tardes, a la caída del sol, se les vio a esta elefanta y a este elefanto, caminar muy despacio, muy juntos, sin tocarse aunque muriéndose de las ganas de tocar, de ser tocado, hasta que un día, a las siete de la noche, frente al mar y la brisa –un día que los dos olvidaron ya– el elefanto alzó despacio su trompa –le iba la vida en ello, y el olvido– y rozó muy leve el hombro de la elefanta, y le dejó sobre la piel el rastro de su aliento húmedo, y se miraron a los ojos entonces, con unos ojos muy abiertos, que no querían perder lo que ya comenzaban a olvidar.
Y pareciera un dolor ese don, y por eso los elefantes estiran, alargan, dilatan extienden cada momento de placer. Pero en verdad ese don del olvido es su salvación, pues le lleva disfrutar muy mucho cada instante de felicidad, y en contramano, les permite olvidar sin rabias ni ruidos cada gesto de dolor, cada desencuentro, cada ausencia del amor.
Así sobreviven juntos los elefantes –este elefanto, esa elefanta– el día a día de todos los días, porque cada gota de placer les dura un siglo, y cada ofensa fue olvidada ya. Dios ama a los elefantes, por eso les dio esa tremenda bendición que puede ser el olvido.
También esa buena memoria de los elefantes explica por qué se toman tanto tiempo para todo. Y es que si bien los elefantes todo lo olvidan, solo una cosa no logran olvidar, y es precisamente eso: no olvidan que todo lo olvidarán.
Entonces, a la hora de besar el elefanto a su elefanta, se toma todo el tiempo del mundo, y más: se toma el tiempo de las estrellas, se toma el tiempo del sol, se toma el tiempo de los astros. Cada elefanto cree que es eterno, y lo mismo piensa cada elefanta, y no les preocupa el cambio de las estaciones, les preocupan solo las grisuras del olvido.
Por eso muchas tardes, a la caída del sol, se les vio a esta elefanta y a este elefanto, caminar muy despacio, muy juntos, sin tocarse aunque muriéndose de las ganas de tocar, de ser tocado, hasta que un día, a las siete de la noche, frente al mar y la brisa –un día que los dos olvidaron ya– el elefanto alzó despacio su trompa –le iba la vida en ello, y el olvido– y rozó muy leve el hombro de la elefanta, y le dejó sobre la piel el rastro de su aliento húmedo, y se miraron a los ojos entonces, con unos ojos muy abiertos, que no querían perder lo que ya comenzaban a olvidar.
Y pareciera un dolor ese don, y por eso los elefantes estiran, alargan, dilatan extienden cada momento de placer. Pero en verdad ese don del olvido es su salvación, pues le lleva disfrutar muy mucho cada instante de felicidad, y en contramano, les permite olvidar sin rabias ni ruidos cada gesto de dolor, cada desencuentro, cada ausencia del amor.
Así sobreviven juntos los elefantes –este elefanto, esa elefanta– el día a día de todos los días, porque cada gota de placer les dura un siglo, y cada ofensa fue olvidada ya. Dios ama a los elefantes, por eso les dio esa tremenda bendición que puede ser el olvido.
lunes, 20 de julio de 2009
CUANDO DOS ELEFANTES SE TAMBALEAN Por Ernesto Pérez Castillo
Esta es la historia de dos elefantes que se enamoraron locamente. Dos elefantes, esto es, una elefanta y un elefanto. Sucedió una tarde, en un café.
El elefanto estaba ahí, sentado en una mesa junto a la ventana que daba al mar, y la elefanta entró, fue a la barra, se pidió un café express, se sentó en la mesa de al lado, y comenzó a buscar con la mirada el azúcar.
El azúcar estaba en la mesa del elefanto.
Con disimulo, el elefanto metía la punta de su cucharita en la azucarera, y luego se la llevaba a la boca. Eso, a la elefanta, le pareció especialmente asqueroso: imaginó toda la azúcar contaminada con las babas de aquel zangaletón.
El elefanto vio que la elefanta lo miraba y miraba a la vez a la azucarera, metió la cucharita otra vez en el azúcar, la sacó colmada, y le dijo a la elefanta, mostrándosela:
–¿Quieres?
–Quiero endulzar mi café –contestó la elefanta…
Entonces el elefante se levantó, fue hasta la barra, pidió otra azucarera, luego se acercó a la mesa de la elefanta, se paró junto a ella, le miró a los ojos y le preguntó:
–¿Deseas una cucharadita… o dos?
La elefanta tuvo una sensación muy rara. Deseó, de pronto, veintisiete, cuarenticuatro, sesentidos cucharaditas de azúcar. Deseó que aquel elefante estuviera todo lo que quedaba de la tarde, de la semana, del mes, del año, todo el año siguiente, y el de después, y quizá el otro también, exactamente ahí, así, mirándola con esos ojos y ofreciéndole todo el dulzor del mundo.
Al elefante la mirada de la elefanta le hizo sentir un agradable cosquilleo en la trompa, que se le tensó, se le endureció ligeramente, y se le pararon los pelos de detrás de las orejas.
Cuando la elefanta pudo hablar, unas tres horas después –los elefantes tienen ese problema, hacen todo muy despacio, tomándose su tiempo, y si es una elefanta entonces demoran mucho más, y si es una elefanta que se acaba de enamorar entonces puede tardar toda la vida en hacer o decir algo–, le dijo al elefante:
–Solo una, por favor… y siéntate a mi mesa.
El elefanto estaba ahí, sentado en una mesa junto a la ventana que daba al mar, y la elefanta entró, fue a la barra, se pidió un café express, se sentó en la mesa de al lado, y comenzó a buscar con la mirada el azúcar.
El azúcar estaba en la mesa del elefanto.
Con disimulo, el elefanto metía la punta de su cucharita en la azucarera, y luego se la llevaba a la boca. Eso, a la elefanta, le pareció especialmente asqueroso: imaginó toda la azúcar contaminada con las babas de aquel zangaletón.
El elefanto vio que la elefanta lo miraba y miraba a la vez a la azucarera, metió la cucharita otra vez en el azúcar, la sacó colmada, y le dijo a la elefanta, mostrándosela:
–¿Quieres?
–Quiero endulzar mi café –contestó la elefanta…
Entonces el elefante se levantó, fue hasta la barra, pidió otra azucarera, luego se acercó a la mesa de la elefanta, se paró junto a ella, le miró a los ojos y le preguntó:
–¿Deseas una cucharadita… o dos?
La elefanta tuvo una sensación muy rara. Deseó, de pronto, veintisiete, cuarenticuatro, sesentidos cucharaditas de azúcar. Deseó que aquel elefante estuviera todo lo que quedaba de la tarde, de la semana, del mes, del año, todo el año siguiente, y el de después, y quizá el otro también, exactamente ahí, así, mirándola con esos ojos y ofreciéndole todo el dulzor del mundo.
Al elefante la mirada de la elefanta le hizo sentir un agradable cosquilleo en la trompa, que se le tensó, se le endureció ligeramente, y se le pararon los pelos de detrás de las orejas.
Cuando la elefanta pudo hablar, unas tres horas después –los elefantes tienen ese problema, hacen todo muy despacio, tomándose su tiempo, y si es una elefanta entonces demoran mucho más, y si es una elefanta que se acaba de enamorar entonces puede tardar toda la vida en hacer o decir algo–, le dijo al elefante:
–Solo una, por favor… y siéntate a mi mesa.
jueves, 16 de julio de 2009
UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Una novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo
CAPÍTULO CUATRO
Mi hermano tiene tremenda buena suerte. Siempre se está encontrando cosas. Yo, cada vez que me encuentro algo, siempre resulta que ya tiene dueño.
Así me pasa con todo. Un día, por ejemplo, abrí los ojos y ahí, delante de mí, estaba una mujer mirándome. Yo me dije: “si esta mujer está ahí, así nada más mirándome, debe ser que no tiene un dueño ni nada”. Y pensé que podía ser una buena oportunidad para que esa mujer fuera el amor de mi vida, que por esa época yo era muy chiquitico todavía, estoy hablando de cuando tenía dos o tres días de nacido, y me dije: “esta mujer, desde ahora será mi madre y será el amor de mi vida”.
Pero, como siempre pasa, y esa fue la primera vez, resultó que ya esa mujer era el amor de la vida de alguien. Mi papá la había visto antes que yo y antes que yo había decidido que fuera el amor de su vida, así que comencé asi, perdiendo a la que pudo ser el amor de mi vida y tuve que conformarme con que fuera tan solo mi mamá.
Esa fue la primera vez, pero no la última. Desde entonces, cada cosa que creo que está en mi camino para ser para mí termina yendo a parar a manos de otro o quién sabe a donde. Como la moto Skoda, que mi papá un día prometió que sería para mí cuando él se muriera, y ahí pensé yo que, aunque tendría que esperar un poco, por lo menos alguna vez algo podría tener en esta vida.
MI papá prometió eso el día que llegó a la casa con la moto Skoda. Mientras mi mamá no encontraba que tirarle porque mi papá había vendido toda la vajilla de plata, mi papá le dijo que lo había hecho para que yo tuviera algo cuando él se muriera. Bueno, así fue que de pronto tuve la esperanza de tener algo alguna vez, aunque medio minuto después mi mamá se lanzaba por la ventana, caía sobre la moto Skoda, desbaratándola y rompiéndose un montón de huesos, después que antes se le había roto el corazón por la perdida de la tetera de plata.
Desde entonces yo rezaba para que mi papá no tuviera un accidente con la Skoda. Yo me sentía muy mal con la cosa de saber que para que la moto fuera mía mi papá se tenía que morir. Por eso rezaba y le pedía todos los días a Blanca Nieves y los Siete Enanitos que cuidaran a mi papá cada vez que lo veía salir en la moto.
Sería terrible eso, que mi papá muriera en un accidente. Moriría mi papá en el accidente y la moto en el accidente quedaría destrozada y al final me quedaría sin mi papá y sin la moto Skoda, y eso sería terrible, no podía imaginar algo peor que quedar huérfano y sin Skoda.
Pero Blanca Nieves y los Siete Enanitos son sordos a mis rezos, porque mi papá se la pasa teniendo accidentes en la Skoda, hasta el día que sucedió lo peor y para colmo me tocó estar allí y ser testigo. Fue la vez que mi papá se revolcó en la calle con la Skoda y no se murió pero conoció al nuevo amor de su vida que hizo que después él vendiera la Skoda, y ahora cuando mi papá se muera ya no tendrá nada para dejarme a mí: yo seré un huérfano que no tendrá nada, ni siquiera una moto Skoda.
Mi hermano tiene tremenda buena suerte. Siempre se está encontrando cosas. Yo, cada vez que me encuentro algo, siempre resulta que ya tiene dueño.
Así me pasa con todo. Un día, por ejemplo, abrí los ojos y ahí, delante de mí, estaba una mujer mirándome. Yo me dije: “si esta mujer está ahí, así nada más mirándome, debe ser que no tiene un dueño ni nada”. Y pensé que podía ser una buena oportunidad para que esa mujer fuera el amor de mi vida, que por esa época yo era muy chiquitico todavía, estoy hablando de cuando tenía dos o tres días de nacido, y me dije: “esta mujer, desde ahora será mi madre y será el amor de mi vida”.
Pero, como siempre pasa, y esa fue la primera vez, resultó que ya esa mujer era el amor de la vida de alguien. Mi papá la había visto antes que yo y antes que yo había decidido que fuera el amor de su vida, así que comencé asi, perdiendo a la que pudo ser el amor de mi vida y tuve que conformarme con que fuera tan solo mi mamá.
Esa fue la primera vez, pero no la última. Desde entonces, cada cosa que creo que está en mi camino para ser para mí termina yendo a parar a manos de otro o quién sabe a donde. Como la moto Skoda, que mi papá un día prometió que sería para mí cuando él se muriera, y ahí pensé yo que, aunque tendría que esperar un poco, por lo menos alguna vez algo podría tener en esta vida.
MI papá prometió eso el día que llegó a la casa con la moto Skoda. Mientras mi mamá no encontraba que tirarle porque mi papá había vendido toda la vajilla de plata, mi papá le dijo que lo había hecho para que yo tuviera algo cuando él se muriera. Bueno, así fue que de pronto tuve la esperanza de tener algo alguna vez, aunque medio minuto después mi mamá se lanzaba por la ventana, caía sobre la moto Skoda, desbaratándola y rompiéndose un montón de huesos, después que antes se le había roto el corazón por la perdida de la tetera de plata.
Desde entonces yo rezaba para que mi papá no tuviera un accidente con la Skoda. Yo me sentía muy mal con la cosa de saber que para que la moto fuera mía mi papá se tenía que morir. Por eso rezaba y le pedía todos los días a Blanca Nieves y los Siete Enanitos que cuidaran a mi papá cada vez que lo veía salir en la moto.
Sería terrible eso, que mi papá muriera en un accidente. Moriría mi papá en el accidente y la moto en el accidente quedaría destrozada y al final me quedaría sin mi papá y sin la moto Skoda, y eso sería terrible, no podía imaginar algo peor que quedar huérfano y sin Skoda.
Pero Blanca Nieves y los Siete Enanitos son sordos a mis rezos, porque mi papá se la pasa teniendo accidentes en la Skoda, hasta el día que sucedió lo peor y para colmo me tocó estar allí y ser testigo. Fue la vez que mi papá se revolcó en la calle con la Skoda y no se murió pero conoció al nuevo amor de su vida que hizo que después él vendiera la Skoda, y ahora cuando mi papá se muera ya no tendrá nada para dejarme a mí: yo seré un huérfano que no tendrá nada, ni siquiera una moto Skoda.
miércoles, 8 de julio de 2009
UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo
CAPITULO TRES
Mi hermano va a aprender a leer rapidísimo. No por nada, sino porque en nada se parece a mí, y yo para leer me demoré un mundo. Un mundo y tres años en primer grado, hasta donde alcanzo a recordar, porque la verdad es que eso pasó ya hace tanto tiempo, como cuarenta años, y también para las cosas de la memoria yo soy jodido y pico.
Es que la lectura es cosa de memoria, y a mí todo se me olvida, hasta se me olvidaba que tenía que aprender a leer. Y la de mentiras que le dicen a uno en la escuela para que se concentre en la cosa de aprender. Me acuerdo que me decían que si no aprendía terminaría vendiendo pollos en el mercado. Y ya ve usted. Nada de nada. Ni lo uno ni lo otro. No aprendí nada en la escuela, y pasaron los años, y por más esperanzas que yo puse en el asunto jamás nadie vino a decirme que había un puesto de vendedor de pollos en el mercado para mí.
Pero al final sí aprendí a leer, al menos eso, que ya es decir mucho. Es que para aprender algo en mi escuela había que ser genio. Para aprender a leer o a lo que fuera. A mí, nada más aprender a leer, me costó repetir el primer grado una pila de veces. Cuando digo una pila de veces quiero decir como mínimo doce o trece años seguidos. Pero la verdad es que yo era de los peores, porque hubo muchos que con repetir el primer grado dos o tres veces ya aprendían a leer de corrido. Pero yo no, a mí me costó, creo que fueron en total como quince años, y como tres reglas de pizarra que rompió la maestra en mi cabeza.
Lo de las reglas de pizarra que me rompían en la cabeza a mi me rompían el corazón. Como cuando mi padre vendió la azucarera de plata y eso le rompió el corazón a mi mamá. Cada regla de pizarra que me rompían en la cabeza me rompía el corazón.
¡Es que esas reglas eran tan bonitas! Eran de madera, color madera, con vetas lindísimas. ¿Cómo no iba a rompérseme el corazón cada vez que destrozaban ua belleza de aquellas en mi cabeza? Así mismo, me destrozaban el corazón, y me rompían la cabeza. Y total, era por gusto. Yo creo que eran por lo menos tres reglas por año las que me rompían el corazón, y para nada. Igual hubiera sido cuarenta reglas rotas en mi cabeza y me hubiera demorado lo mismo en aprender a leer.
Es que si yo era bruto, mas brutas eran todas las maestras que insistían año por año en romperme reglas en la cabeza. Debían aprender que ni con eso yo aprendía. Pero ni aprendía yo ni aprendían ellas, lo cual demuestra que ellas eran mas brutas que yo.
Cuando iba como por veinte años en primer grado fue que comencé a aprender. Poquito a poco, es verdad, pero es que en esta vida hay que tener paciencia para todo. Paciencia y esperanza. Yo, por ejemplo, soy muy paciente, y aun tengo la esperanza de que un día alguien toque a la puerta de mi casa y cuando el nuevo amor de la vida de mi padre (la mamá de mi hermano o la que sea) abra la puerta y pregunte qué quiere, le digan que me buscan a mí, y así sin más ni más, cuando yo me asome, me digan que ya tienen para mí una plaza de vendedor de pollos en el mercado. Sí, claro que sí, porque el destino es el destino y cada quien tiene lo suyo y no fue por gusto que yo estuve como treinta años en primer grado hasta que por fin aprendí a leer. Todo tiene su precio, pero todo tiene su recompensa, y sé que algún día será mi día.
El día de mi papá fue el día que dice que iba por la calle y de pronto vio un cartel que decía que estaban vendiendo una moto Skoda. Él no lo pensó dos veces, y la verdad es que yo creo que no lo pensó ni una sola vez. Ahí mismo fue para la casa, vendió la azucarera de plata de mi mamá, que era el amor de la vida de mi mamá, y compró el nuevo y verdadero amor de su vida, que le duró hasta el día que el otro amor de su vida, la mamá de mi hermano, le dijo que tenía que traer dinero a la casa o ella se iba. Mi papá, si lo hubiera pensado mejor, no le hubiera hecho caso, porque ella no tenía para dónde irse, pero mi papá no piensa mucho nunca jamás. No piensa mucho ni poco. Seguro por eso es que no entendía por qué yo no aprendí a leer, y cuando supo de cuanto era la cuenta de reglas de pizarra que me habían roto ya en la cabeza, fue para la cocina, cogió la olla de presión, que no es de madera como las reglas de pizarra, sino de acero, y me dio como siete tanganazos con ella en la cabeza.
Que mi padre a cada rato fuera a la cocina, cogiera la olla de presión y me la estrellara en la cabeza, por más que lo hizo, nunca me rompió el corazón. Porque a mi la verdad es que esa olla de presión no me gustaba para nada, y además nunca se rompía. Lo que si se me rompía casi siempre era la cabeza, pero eso nada más, por suerte, porque el corazón seguía ahí intacto.
Yo creo que si yo soy tan bruto es porque lo heredé de mi padre, porque él tampoco es que aprendiera, por más tanganazos que me daba con la olla de presión. Al menos yo aprendí eso, ni las ollas ni las reglas me harían aprender. Pero él no aprendió ni eso ni nada, y por eso fue que un día el amor de su vida se fue de su vida. Es decir, la moto Skoda, no la madre de mi hermano, que esa no se iba a ir de su vida así como así.
La madre de mi hermano le dijo eso a mi papa, que traía dinero a la casa o ella desaparecería, y mi papa salió desesperado por la puerta y se montó en la Skoda y regresó a pie porque la había vendido, y venía feliz porque traía dinero, y aunque había perdido el amor de su vida, la moto Skoda, traía dinero para el amor de su vida, la mamá de mi hermano.
Entonces el amor de la vida de mi papá fue a la cocina y cogió la olla de presión y yo salí corriendo para el patio y me encaramé en la mata de mango pues cada vez que la mamá de mi hermano o mi papa cogían la olla de presión todo terminaba en que terminaban rompiéndome la cabeza a mí, y eso lo aprendí antes de aprender a leer, así que soy menos bruto que mi papá que se quedó ahí con su cara muy feliz de haber regresado con dinero, como le había dicho el amor de su vida que hiciera, pero el amor de su vida, parece que porque yo me había subido a la mata de mango, fue para donde estaba mi papá sin la moto Skoda, y le rompió la cabeza con la olla de presión.
MI papá tiene la cabeza más dura que yo, y es más bruto que yo, porque hicieron falta como treinta tanganazos de la olla de presión para que se le rompiera la cabeza y como catorce más para que él entendiera que le amor de su vida le iba a seguir machacando la cabeza por haber vendido la moto Skoda mientras lo tuviera delante, y finalmente el también fue para el patio, y se subió conmigo en la mata de mango, y esa noche dormimos allí en la mata de mango los dos, y el amor de la vida de mi papa durmió al pie de la mata de mango, con la olla de presión en la mano, esperando a que mi papá bajara para empezar a golpearlo con la olla en la cabeza otra vez.
Mi hermano va a aprender a leer rapidísimo. No por nada, sino porque en nada se parece a mí, y yo para leer me demoré un mundo. Un mundo y tres años en primer grado, hasta donde alcanzo a recordar, porque la verdad es que eso pasó ya hace tanto tiempo, como cuarenta años, y también para las cosas de la memoria yo soy jodido y pico.
Es que la lectura es cosa de memoria, y a mí todo se me olvida, hasta se me olvidaba que tenía que aprender a leer. Y la de mentiras que le dicen a uno en la escuela para que se concentre en la cosa de aprender. Me acuerdo que me decían que si no aprendía terminaría vendiendo pollos en el mercado. Y ya ve usted. Nada de nada. Ni lo uno ni lo otro. No aprendí nada en la escuela, y pasaron los años, y por más esperanzas que yo puse en el asunto jamás nadie vino a decirme que había un puesto de vendedor de pollos en el mercado para mí.
Pero al final sí aprendí a leer, al menos eso, que ya es decir mucho. Es que para aprender algo en mi escuela había que ser genio. Para aprender a leer o a lo que fuera. A mí, nada más aprender a leer, me costó repetir el primer grado una pila de veces. Cuando digo una pila de veces quiero decir como mínimo doce o trece años seguidos. Pero la verdad es que yo era de los peores, porque hubo muchos que con repetir el primer grado dos o tres veces ya aprendían a leer de corrido. Pero yo no, a mí me costó, creo que fueron en total como quince años, y como tres reglas de pizarra que rompió la maestra en mi cabeza.
Lo de las reglas de pizarra que me rompían en la cabeza a mi me rompían el corazón. Como cuando mi padre vendió la azucarera de plata y eso le rompió el corazón a mi mamá. Cada regla de pizarra que me rompían en la cabeza me rompía el corazón.
¡Es que esas reglas eran tan bonitas! Eran de madera, color madera, con vetas lindísimas. ¿Cómo no iba a rompérseme el corazón cada vez que destrozaban ua belleza de aquellas en mi cabeza? Así mismo, me destrozaban el corazón, y me rompían la cabeza. Y total, era por gusto. Yo creo que eran por lo menos tres reglas por año las que me rompían el corazón, y para nada. Igual hubiera sido cuarenta reglas rotas en mi cabeza y me hubiera demorado lo mismo en aprender a leer.
Es que si yo era bruto, mas brutas eran todas las maestras que insistían año por año en romperme reglas en la cabeza. Debían aprender que ni con eso yo aprendía. Pero ni aprendía yo ni aprendían ellas, lo cual demuestra que ellas eran mas brutas que yo.
Cuando iba como por veinte años en primer grado fue que comencé a aprender. Poquito a poco, es verdad, pero es que en esta vida hay que tener paciencia para todo. Paciencia y esperanza. Yo, por ejemplo, soy muy paciente, y aun tengo la esperanza de que un día alguien toque a la puerta de mi casa y cuando el nuevo amor de la vida de mi padre (la mamá de mi hermano o la que sea) abra la puerta y pregunte qué quiere, le digan que me buscan a mí, y así sin más ni más, cuando yo me asome, me digan que ya tienen para mí una plaza de vendedor de pollos en el mercado. Sí, claro que sí, porque el destino es el destino y cada quien tiene lo suyo y no fue por gusto que yo estuve como treinta años en primer grado hasta que por fin aprendí a leer. Todo tiene su precio, pero todo tiene su recompensa, y sé que algún día será mi día.
El día de mi papá fue el día que dice que iba por la calle y de pronto vio un cartel que decía que estaban vendiendo una moto Skoda. Él no lo pensó dos veces, y la verdad es que yo creo que no lo pensó ni una sola vez. Ahí mismo fue para la casa, vendió la azucarera de plata de mi mamá, que era el amor de la vida de mi mamá, y compró el nuevo y verdadero amor de su vida, que le duró hasta el día que el otro amor de su vida, la mamá de mi hermano, le dijo que tenía que traer dinero a la casa o ella se iba. Mi papá, si lo hubiera pensado mejor, no le hubiera hecho caso, porque ella no tenía para dónde irse, pero mi papá no piensa mucho nunca jamás. No piensa mucho ni poco. Seguro por eso es que no entendía por qué yo no aprendí a leer, y cuando supo de cuanto era la cuenta de reglas de pizarra que me habían roto ya en la cabeza, fue para la cocina, cogió la olla de presión, que no es de madera como las reglas de pizarra, sino de acero, y me dio como siete tanganazos con ella en la cabeza.
Que mi padre a cada rato fuera a la cocina, cogiera la olla de presión y me la estrellara en la cabeza, por más que lo hizo, nunca me rompió el corazón. Porque a mi la verdad es que esa olla de presión no me gustaba para nada, y además nunca se rompía. Lo que si se me rompía casi siempre era la cabeza, pero eso nada más, por suerte, porque el corazón seguía ahí intacto.
Yo creo que si yo soy tan bruto es porque lo heredé de mi padre, porque él tampoco es que aprendiera, por más tanganazos que me daba con la olla de presión. Al menos yo aprendí eso, ni las ollas ni las reglas me harían aprender. Pero él no aprendió ni eso ni nada, y por eso fue que un día el amor de su vida se fue de su vida. Es decir, la moto Skoda, no la madre de mi hermano, que esa no se iba a ir de su vida así como así.
La madre de mi hermano le dijo eso a mi papa, que traía dinero a la casa o ella desaparecería, y mi papa salió desesperado por la puerta y se montó en la Skoda y regresó a pie porque la había vendido, y venía feliz porque traía dinero, y aunque había perdido el amor de su vida, la moto Skoda, traía dinero para el amor de su vida, la mamá de mi hermano.
Entonces el amor de la vida de mi papá fue a la cocina y cogió la olla de presión y yo salí corriendo para el patio y me encaramé en la mata de mango pues cada vez que la mamá de mi hermano o mi papa cogían la olla de presión todo terminaba en que terminaban rompiéndome la cabeza a mí, y eso lo aprendí antes de aprender a leer, así que soy menos bruto que mi papá que se quedó ahí con su cara muy feliz de haber regresado con dinero, como le había dicho el amor de su vida que hiciera, pero el amor de su vida, parece que porque yo me había subido a la mata de mango, fue para donde estaba mi papá sin la moto Skoda, y le rompió la cabeza con la olla de presión.
MI papá tiene la cabeza más dura que yo, y es más bruto que yo, porque hicieron falta como treinta tanganazos de la olla de presión para que se le rompiera la cabeza y como catorce más para que él entendiera que le amor de su vida le iba a seguir machacando la cabeza por haber vendido la moto Skoda mientras lo tuviera delante, y finalmente el también fue para el patio, y se subió conmigo en la mata de mango, y esa noche dormimos allí en la mata de mango los dos, y el amor de la vida de mi papa durmió al pie de la mata de mango, con la olla de presión en la mano, esperando a que mi papá bajara para empezar a golpearlo con la olla en la cabeza otra vez.
martes, 7 de julio de 2009
BAJO LA BANDERA ROSA Por Ernesto Pérez Castillo
El joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko, aparatchik de la Kommunisticheski Sayiuz Maladioshi Leninski –más conocida como Komsomol, en español Unión de Juventudes Comunistas Leninistas–, y secretario general de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ –Gorkovsky Avtomovilini Zavod, Fábrica de Automóviles de la Ciudad Gorky, ciudad que después del descojonovich ha vuelto a llamarse Nizhny Novgorod–, se lavó la cara, se untó otra vez desodorante, lo cual no hizo que oliera mejor o que apestara menos, salió finalmente del baño del TU-154 –TU por A. N. Tupolev, el ingeniero insignia de la aviación soviética, que fundara su oficina de diseño 1922– y volvió al asiento mientras el avión comenzaba a descender una tarde de agosto, a nueve mil quinientos cincuenta kilómetros de Moscú, sobre la ciudad de La Habana.
En la pista de aterrizaje de la terminal número tres del Aeropuerto Internacional José Martí, una numerosa comitiva de militantes de la juventud comunista cubana –que sean jóvenes comunistas no quiere decir a su vez que sean jóvenes, algunos tienen mas de cuarenta años, como tampoco quiere decir que sean… bueno, no diré más… ¡que siga el cuento!–, algunos de ellos sosteniendo una enorme tela blanca con alguna consigna en letras rojas, comenzaron a agitar sus banderas, y a dar vivas y aplausos cuando el aparato tomó tierra, y una banda de música del ejército, con sus uniformes de parada, entonó las notas de La Internacional.
Ustimenko se emocionó al ver a través de su ventanilla las banderas rojas flameando sobre la multitud, y confirmó que había llegado al lugar preciso: la ostrav svaboda –la isla de la libertad, según todos los manuales de Geografía Política que heredó de su padre. Sacó su mochila del portaequipajes, se caló la bolchevique –la misma que antes usó su padre y antes el padre de su padre, y también el padre del padre de su padre, y así sucesivamente, no por tradición sino porque los Ustimenko siempre fueron unos muertos de hambre– y avanzó por el pasillo hasta la puerta de salida del avión.
Al asomarse, con los ojos entrecerrados por el brillo intenso del sol, pudo leer lo que ponía la pancarta: «Viva la amistad entre los pueblos de Lincoln y Martí» e inmediatamente vio como los jóvenes comunistas cubanos abrazaban a la delegación de la juventud comunista norteamericana que también visitaba la isla, y aun de lejos pudo comprobar que los jóvenes comunistas norteamericanos eran jóvenes, lo cual ya es pedir demasiado.
Stepánovich se alisó la camiseta roja con la hoz y el martillo en medio del pecho, descendió a pasos cortos, y comenzó a respirar el aire de la libertad.
Cuando Várvara Stepánovich Maxímova, desempleada, sin asistencia social y viuda del difunto Rodión Efimérovich Vtushenko –hasta el día de su temprana muerte, Vtushenko fungió como Secretario General del Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos del Dombás y Miembro Suplente del Comité Regional del Partido–, supo que su Volodia pensaba viajar a Cuba, lo llevó a su habitación, levantó el colchón, y extrajo una foto que tomó veinticuatro años atrás, en la lejanísima Siberia, con su aparato fotográfico Smena 8 de treinticinco milímetros.
En la foto se veía una enorme pancarta que ponía en letras negras –pero el que las letras fueran negras seguramente sería a causa de que para la época de la foto aun la fotografía a color, en los países socialistas, era un lujo pequeño burgués que muy pocos se podían conceder, y lo más probable es que el cartel original hubiera sido escrito en rojo–: «Viba la amistad entre los pueblo de Lenin y Marti». Sostenía la pancarta el grupo de estudiantes cubanos de la Facultad de Explotación Forestal en la que Várvara Stepánovich impartió clases desde que se graduó de Filosofía Marxista Leninista en la lejana, invencible, sagrada Moscú.
–Volodia, guardé siempre esta foto para el día en que quisieras conocer a tu verdadero padre –le dijo a Ustimenko la Maxímova, y le entregó la foto.
–¿Cuál, madrecita, cuál de ellos es mi padre? –preguntó Vladímir.
Várvara se ajustó las gafas y observó con detenimiento la foto. El grupo de estudiantes, parados sobre la nieve del patio de la facultad, con sus enormes abrigos grises, todos con la misma bufanda gris, y los oscuros gorros de orejeras cubriéndoles la mitad del rostro, se le hizo confuso. La verdad es que en la foto Várvara Stepánovich Maxímova no veía ni mierda.
La foto en blanco y negro, y los años sumados a la mala química fotográfica Orwo de la hermana –y también difunta– República Democrática Alemana, habían hecho lo suyo, junto a la pésima memoria de la Stepánovich.
–No sé... este quizá –se esforzaba Várvara Stepánovich Maxímova, o este otro, no sé... uno de ellos es tu padre...
Eran cincuenta y cuatro estudiantes cubanos en la foto. Siete eran blancos. El resto eran negros, unos más, otros menos, pero ¿cuál es la diferencia?
–¿Era blanco o era negro? –pregunto Vladímir, cada vez más feliz, y la respuesta de su madre lo colmó de dicha:
–Oh, eso sí lo recuerdo muy bien: era negro, muy negro, completamente negro.
–¡Ves, madrecita, ya el grupo es más pequeño! ¡Ya será más fácil encontrar a mi padre!
Ustimenko abrazó a su madre, besó la foto y la guardó en el bolsillo interior del abrigo.
En la aduana se extrañaron al ver que aquel rubio enorme viajaba solo con una mochila, sin ningún otro equipaje, e inmediatamente le llevaron aparte para registrarlo. Y, para el oficial de inmigración, más sospechoso resultó el asunto cuando le pidió:
–Mister, please, show me yours passport...
...y Ustimenko le contestó, mientras le entregaba el pasaporte:
–Disculpa, camarada, yo no hablar inglés, pero entiendo muy bueno español...
El oficial de inmigración, que siempre tenía una sonrisa en los labios, acostumbrado a mirar con respeto, por ejemplo, el pasaporte inglés, o a coger, como si cogiera una propina, el pasaporte norteamericano, al ver entre las manos de Vladímir Stepánovich Ustimenko el pasaporte de la Federación Rusa, lo miró como un chivo mira un cartel, con los ojos asombrados, como diciéndose «¿qué es esto, de dónde cojones salió este tipo?». Como si se hubiese quemado, torció la boca el oficial de inmigración, y tomó el pasaporte de color escarlata. Lo tomó como si tomará una bomba, como un erizo, como si tomara una navaja afilada, como una serpiente cascabel de veinte aguijones. Comprobó que el visado estaba en regla, y le hizo un gesto al cargador para que llevara gratis la mochila de Ustimenko.
Los cincuenticuatro estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron felices a la ciudad (esto de “ciudad” es un decir, no hay que tomárselo muy a pecho) de Krasnaie Zviezda (dos mil trescientas ochenticuatro pequeñas ciudades, aldeas, koljoses y sovjoses en el territorio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se llamaban así, Estrella Roja es español. Era un nombre muy de moda desde 1917 que, además, ostentaban trece mil doscientos cincuentisiete guarderías infantiles, novecientas cuarentiocho escuelas primarias y una alta distinción gubernamental. Tras Gorbachov, todos esos nombres fueron cambiados por otros como Sini Zviezda, Estrella Azul en español.), desde que descendieron del tren rápido Baikal-Amur en la más extrema y fría Siberia Oriental, supieron que habían llegado al culo del mundo.
Todos habían terminado el bachillerato con muy malas calificaciones y el futuro se les bifurcaba enfrente de manera muy clara (o muy oscura, según se quiera ver): o marchaban a estudiar Ingeniería en Explotación Forestal en casa de la pinga a cuarentidós grados bajo cero, o serían reclutados de inmediato, y sin vacaciones mediante, para el SMG (el glorioso Servicio Militar General cubano).
Ellos, los inteligentes, partieron decididos. Es decir, los inteligentes, sin dudarlo un segundo, marcharon encantados a congelarse el culo en Siberia.
Los que rehusaron la oferta de marchar a la distante Siberia, fueron reclutados para el SMG, y esos sí que marcharon… marcharon innumerables horas bajo el sol tropical con casco y canana puestos y fusil de kalamina al hombro, y arribaron una tarde de ese mismo diciembre a la República Popular de Angola, otro hermano país africano del que quince días antes no sabían ni media palabra –ni querían saberla. No todos tuvieron la mala suerte de pisar una mina antipersonal de fabricación norteamericana. Algunos se ganaron incluso una medalla. Pero ese es asunto de otro cuento.
Sin un conocido en La Habana, y con todo el polvo del camino encima, Vladímir Stepánovich Ustimenko se estuvo media hora parado frente al Che Guevara de hierro de la Plaza de la Revolución, y hubiera estado media hora más de no ser por el militar que se le acercó y le dijo que circulara. Vladímir, sonriente y en realidad satisfecho, saludó militarmente al oficial, recogió su mochila del suelo, se la colgó al hombro, y caminó hacia El Vedado, en busca de un hotel.
Pensaba alojarse en el Habana Libre. El nombre del hotel –que encontró en una antigua guía turística, de cuando en La Habana no había turismo–, le transmitía buenas vibraciones. Desgraciadamente, y pese a las buenas vibraciones que el nombre del hotel le transmitía, en la carpeta se enteró que sus cincuentinueve dólares no le alcanzarían ni para pagarse la primera noche. Pero el mismo carpetero del hotel le entregó una tarjeta que ponía: «Wong Rent Room, su casa en la ciudad» y debajo una dirección en Centro Habana, y le aseguró que Wong le alquilaría muy barato, quizá hasta por solo cinco dólares el día.
Era cerca del Habana Libre, así le dijo el carpetero, y también así le pareció a Vladímir, pues apenas notó la distancia, extasiado en contemplar los portales barrocos, las columnas y columnas, los culos de las habaneras.
Al llegar a la casa, comprendió por qué podría ser tan barato: Wong vivía en una cuartearía, junto a otras catorce familias, con un solo baño común para todos. Eso no lo desalentó, al contrario, en esas condiciones tal vez podría incluso negociar un precio más bajo aun. Lo que sí le desalentó fue que la mulata que vive frente a Wong le advirtió que aquel había salido desde la mañana anterior y aun no había regresado. Líos de mujeres seguramente, le dijo la mulata.
La mulata le dijo eso, y le ofreció un vaso de agua, y lo invitó a esperar a Wong en su casa, y cuando lo tuvo ya sentado en su sofá le preguntó si quería un café.
Ustimenko nunca supo por qué aceptó tomarse aquel café. Sentía que no debía hacerlo, y había sido entrenado para obedecer a sus instintos en el último curso del Palacio de Pioneros Felix Zhershinky –la conciencia de la revolución rusa, según Lenin, aunque Zhershinky era polaco–, donde estuvo matriculado hasta su cierre en el Círculo de Interés del Komitet Gozudarstvennie Biezapasnost.
Complicado traducir al español Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, por eso lo intento aquí en párrafo aparte: Komitet es español es “Comité” –y eso a los cubanos les puede dar una tibia idea del asunto. Gozudarstvennie es más fácil de traducir aun: “Estatal”, así, como los autos con chapas azules en Cuba, que son, técnicamente, autos estatales, pero en la concreta son los autos más particulares del mundo.
El complique real lo forma la tercera palabra: Biezapasnast. Si dijera Apasnast se podía traducir como “Peligro”, pero el sufijo Biez implica, más o menos, lo que español sería “Des”, entonces, la frase completa Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast tendría al español la imposible traducción de Comité Estatal de Despeligrización, lo cual no hay quién cojones lo entienda. Pero, si en lugar de poner Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, pongo solo las iniciales de ese Comité, entonces cualquiera, en cualquier rincón del universo, y hable el idioma que hable, y sin la más mínima necesidad de traducción alguna, entenderá al segundo de qué se trata. Pues mire usted, el Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast no era otra cosa que la KGB.
Y volviendo al cuento, antes que se enfríe el café –o se caliente demasiado el cuento–, Ustimenko, por una primera vez en su vida, fue directamente en contra de lo que le enseñaron de niño los tavarichi de la KGB, y se tomó el café.
–¡Pareces un cubano! –dijo la mulata cuando tuvo la pinga de Vladímir en su manos y vio lo grande que era, antes de comenzar a mamársela– ¡Pareces un negro, cojones!
Dijo la mulata una y otra vez cuando Vladímir la viró de espaldas, la hizo doblarse y apoyar las manos en el suelo, y comenzó a meterle la pinga muy lentamente y lentamente se la sacaba, hasta afuera, y lentamente la volvía a penetrar, despacio muy despacio, y luego rápido muy rápido, más rápido de lo que nunca había sentido en su vida la mulata.
La mulata, sorprendida y a punto de perder el sentido, le rogó a Ustimenko:
–¡No te vengas, papito, no te vengas!
Y volvió a chuparle la pinga mientras se alborotaba el clítoris con la mano izquierda, y se vino otra vez dando gritos cuando sintió la leche rusa que le inundaba la boca y la ahogaba al bajar por su garganta.
–¡Pareces un cubano, cojones, un negro cubano! –volvió a decirle la mulata, extasiada, mientras con el dorso de la mano izquierda recogía los restos de leche que se le escapaba por la comisura de los labios, y los lamía, ya sentados los dos muy juntos en el sofá.
–¡Y lo soy! –le aseguró Ustimenko orgulloso a la mulata, cuando recuperó el habla– ¡Mi padre es un cubano!
Ustimenko viajó a La Habana con solo cincuentinueve dólares en los bolsillos. La cifra, que equivalía a su salario mensual, le pareció revolucionariamente convincente. Al decidirse por el viaje, pensó en ahorrar todo lo que pudiera, reduciendo sus gastos a la mínima expresión. Y no solo redujo sus gastos, sino que incluso los llevó a cero, y hasta se endeudó, por razones más allá de su voluntad: en los últimos tres meses la fábrica no pudo pagar ni un rublo a sus empleados.
Eso lo acabó de decidir.
Cuando le hizo saber a su madre que pensaba irse a La Habana, Várvara Stepánovich le llevó a su cuarto y sin una lágrima le confesó:
–Hijo: Rodión Efimérovich Vtushenko no es tu padre. Tu padre es un cubano.
–¡Un cubano! ¡Mi padre es cubano! ¡Entonces también yo soy cubano, madrecita!
–Sí, cubano, medio cubano eres, mi querido Volodia.
Entonces la madre alzó el colchón de la cama, y le entregó la foto.
Ustimenko quería saber todo su padre, pero la Stepánovich le dijo que muy poco podría contarle. Con los ojos aguados, bajo la vista, y le contó:
–Supe muy poco de él.
–¿Por qué, madrecita, por qué?
Entonces la Stepánovich recurrió a la improvisación:
–Tu verdadero padre era... un agente secreto de la seguridad cubana. No puedo decirte nada más.
Ni más necesitó Vladímir Stepánovich Ustimenko. Escuchar aquello de boca de su madre le llenó de orgullo.
–¿Tienes dinero para el viaje? –le preguntó la Stepánovich.
–Ni un kopek, madrecita –contestó Ustimenko.
–Ven –dijo entonces la madre, y lo llevó al patio.
Parados bajo uno de los manzanos en flor, la Maxímova le señaló el suelo, y le entregó una pala.
–Cava aquí –le ordenó.
Ustimenko cavó junto al manzano, y muy pronto, a solo unos cincuenta centímetros de la superficie, sintió que la pala raspaba sobre una superficie de madera. Terminó de apartar la tierra con las manos y no sin esfuerzo extrajo una caja que aun conservaba el habitual color verde de las embaladuras de los pertrechos militares de la época soviética.
En honor a la verdad, cualquier otra cosa que los soviéticos fabricaban venia en cajas verdes, fuera militar o no. Y también pintaban de verde todo. Lo mismo un jeep WAZ, que una moto Ural, que un cochecito para bebés. A veces se les acababa la pintura verde y entonces pintaban los cochecitos para bebés, las motos Urales y los jeeps WAZ de gris. Las lavadoras Aurika son de una de esas épocas grises.
Dentro de la caja que Volodia acababa de desenterrar encontró, en perfecto estado de conservación, doce fusiles automáticos Kaláshnikov del año 47. Miró a su madre asombrado y le preguntó:
–¿Y qué quieres que haga con esto, madrecita, que asalte un banco?
A lo que Várvara Stepánovich Maxímova le respondió:
–No, mi pequeño Volodia, tú sabes que en los bancos no hay dinero. Coge los fusiles y véndelos. Los chechenos te darán suficiente para tu pasaje a la isla de la libertad.
A Ustimenko no lo sorprendió lo silencioso de Wong. Había hecho el servicio militar en la Región Autónoma de Tayikistán, y allí tuvo sobradas oportunidades de conocer el carácter taciturno y silencioso de los asiáticos. Pero no era el caso, como se verá después.
Por ahora lo importante es que Wong no regateó para nada cuando Volodia le explicó que contaba con muy poco dinero y le preguntó si aceptaba alquilarle el cuarto por solo dos dólares.
–¡Y hasta por uno! –fue lo que le contestó Wong– ¡Qué más da, si al final todo se lo va a tragar la tierra!
Con la respuesta de Wong, le llegó a Volodia el fuerte aliento etílico que aquel expedía, y supuso que venía de una fiesta, lo cual era todo lo contrario a lo que en realidad le había sucedido ese día a Wong.
–Es más –le dijo Wong aun– hasta te lo dejo de gratis, mira tú...
Eso sí que Ustimenko no se lo esperaba, y dudaba si aceptarlo o no, cuando Wong volvió a hablar, ya casi dormido en el sofá de la sala.
–Si más he perdido hoy, qué me pueden importar unos dólares de mierda...
Ustimenko no se sintió ofendido por esas palabras. Más bien pensó que aquello de conseguir alojamiento gratis era algo que solo podía ocurrir en Cuba, la ostrav svaboda, donde el socialismo todavía no era un cadáver, y probablemente la gente conservaba intacto el sentido de la hospitalidad.
La primera noche de los estudiantes cubanos en el hielo, con aurora boreal incluida, estuvieron bebiendo Vodka Stolinkaya desde las veintiuna horas, al constante llamado de «¡Dakansá!» de sus entusiastas profesores soviéticos.
Uno de los estudiantes cubanos (quizá el más negro de todos) advirtió que una siberiana, rubia y de ojos azules, lo miraba todo el tiempo. Pero él era tímido, y lo seguiría siendo el resto de su vida.
Entonces, por los altoparlantes comenzó a escucharse una canción que hizo que los profesores soviéticos dejaran las copas en alto, se enjugaran los ojos, se sentaran, se abrazaran entre ellos, se quedaran todos cabizbajos:
Iesli snali vi
kak minie daraguí
podmoskovnie biecherá...
Aquí fue que la siberiana se le acercó al negrón, y con voz muy dulce, al oído, le dijo:
–Ti ochen interiesnik chelaviek...
Él la miró con los ojos muy abiertos, como si hubiera entendido algo, pero en verdad no había entendido ni papa. Solo comenzó a entender cuando la siberiana lo tomó de la mano, lo sacó del salón, lo llevó hasta su cuarto en el edificio de los profesores, se desnudó completamente y le besó los labios.
Fue su día de gloria. Nunca había besado a ninguna mujer, y nunca, ni siquiera en sueños, se habría podido imaginar que la primera vez fuera a una rubia de un metro ochentisiete centímetros, casi tan alta como él. En Cuba siempre fue un negrón zarrapastroso y muerto de hambre al que ninguna mujer se le ocurriría mirar ni por equivocación.
La siberiana le quitó la camisa mientras lo besaba y, como al intentar bajarle los pantalones, él le opuso alguna resistencia, pensó que se había topado con un amante diestro que prefería ir paso a paso, y creyó entonces que aquello sería mejor de lo que había imaginado.
Esa mañana Ustimenko encontró a Wong en la cocina, sentado, llorando. No supo qué hacer. Sacó dos bolsas de té de su mochila, y preguntó qué vasija podía usar para hervir el agua.
–No hay agua –le contestó Wong–, no hay gas, no hay electricidad, no hay ni pinga...
Ustimenko se quedó en silencio. Guardó las dos bolsas de té, y le ofreció a Wong ir a algún lugar a desayunar juntos.
–No me vas a pagar el alquiler –le advirtió Wong–, pero me vas a tener que pagar un montón de cervezas. Yo sé de un lugar, pero primero vamos a buscar a un socio.
Ni Wong ni su socio quisieron comer nada. Los dos estaban sentados, silenciosos y cabizbajos. Bebían una cerveza detrás de la otra, mientras Volodia se embutió tres batidos de mamey, dos panes con jamón y queso, una sopa de vegetales, un pollo entero frito, litro y medio de helado y un jugo de manzana. Entonces anunció:
–Camaradas, yo sé cuál cosa hacer con aquella tristeza que tienes ustedes.
Sin decir más fue hasta la barra y regresó con una botella de vodka.
–¡Vodka a esta hora! –dijo Wong– ¡De pinga!
–¡El rusón es tremendo locote! –dijo el socio– ¡Y yo sí sé a quién le vendría bien ahora un trago de vodka!
Media botella más tarde parecían amigos de toda la vida. Ya hasta hablaban en ruso los tres, o al menos eso le pareció al mesero, que se acercó a la mesa a ofrecerles jugo de naranja.
–¡Qué jugo de naranja ni qué pinga –le dijo Wong–, eso es para los maricones!
–¡Los hombres de verdad se toman el vodka a pulso –añadió el socio– como se lo hubiera tomado Cartaya!
–¡Dakansa! –volvió a exclamar Volodia mientras se empinaba la botella, la terminaba de un trago, y por señas le pedía otra al mesero.
Cuando la botella estuvo en la mesa, Wong la cogió, rompió el sello, y vertió un largo chorro junto a las patas de la mesa.
–¡Por mi hermano Cartaya! –dijo Wong a Volodia.
Volodía miró a Wong, miró al socio de Wong, y miró al cuarto puesto de la mesa, donde acaba de sentarse un cocodrilo.
–¡Guena! –exclamó Volodía– ¡Daragoi mai krakadil!
–¡Oye, ruso de pinga –se asustó Wong– que bolá con el cocodrilo ese aquí!
–Camaradas, no asustarse, este es mi amigo Guena el cocodrilo...
–¡De pinga! –Wong reconoció al cocodrilo– ¡Es el cocodrilo mariconcito del acordeón!
Volodia y el cocodrilo se abrazaban, y luego el cocodrilo le dio la mano a Wong y a su socio. Volvieron a sentarse, el cocodrilo se tomó de un tirón un cuarto de la botella de Vodka, sacó el acordeón, y dijo:
–Tavarichi, ia jachú piet...
E inmediatamente cantó:
Ya igrayu
Na garmoche
Uprajoshe
Na vidu
Zasharlenia
Dien razdenia
Tolka raz gadu
–¿Tú entiendes, camarada? –le preguntaba Volodia por turnos al socio y a Wong, y al instante les traducía– «Desgraciadamente, el cumpleaños es solo una vez al año.»
(Como se demostró en la línea anterior, es más fácil traducir al cocodrilo Guena que al Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast.)
El mesero, con mucho cuidado, se acercó a la mesa, y les dijo –mirando al cocodrilo Guena– que no se permitían animales en aquel lugar. Wong protestó, Volodia le ofreció un trago de Vodka al mesero mientras le aseguraba «Ya atbishayu za vció», y Estéreo Seguro –que era el socio de Wong y el menos borracho de los cuatro– cogió por la cola al cocodrilo y lo haló para la calle mientras los otros dos le seguían, sin dejar de cantar.
De vuelta a casa de Wong, Estéreo se sentó en el suelo, Wong se tiró en el sofá y Volodia permanecía de pie.
–Ustedes tienen que ayudarme a encontrar mi padre.
Volodia abrió la mochila, sacó la foto del grupo de estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron a la Siberia Oriental, y la mostró a Estéreo y a Wong.
–Uno de estos camaradas cubanos es mi padre.
Wong roncaba sobre el sofá. Estéreo tomó la foto, la miró detenidamente y preguntó:
–¿Es uno de los blancos?
–No, mi padre es negro –contestó Volodia.
–¡Coño, mi socio, pero son como cincuenta negrones en esta foto!
–¡Son cuarentisiete negros solamente, y uno es mi padre!
–¡De pinga –el grito de Volodia despertó a Wong–, el rusito es hijo de un negrón!
Wong se levantó del sofá, se acercó a Estéreo, tomó la foto en sus manos y la miró con detenimiento.
–¡De pinga –dijo Wong devolviéndole la foto a Estéreo–, la clase de frío que debía zumbarse la Siberia esa!
–¡Cojones, este es El Carta! –soltó Estéreo al reconocer en la foto a su socio Cartaya.
Wong volvió a mirar la foto, y se le salieron las lágrimas otra vez.
–¡Ese mismo es Cartaya! ¡De pinga, el negrón en el hielo, más frío que la pata de un muerto!
A Volodia, cuando vio que Estéreo y Wong habían reconocido a alguien en la foto, el corazón se le disparó.
–¡Tienen que buscar ese camarada, él dirá cuál es mi padre!
Estéreo y Wong se miraron, y luego miraron a Volodia.
–Cartaya está muerto –dijo finalmente Estéreo–, lo enterramos ayer.
Mas, en realidad, la resistencia del negrón a dejarse bajar los pantalones se debía a dos razones, fundamentalmente. La primera: tenía puestos los mismos calzoncillos desde hacía dos semanas –el tiempo que demoraron en viajar de Moscú a Siberia en el tren rápido Baikal-Amur– y llevaba todo ese tiempo sin darse un baño. La segunda razón comenzó a olvidarla cuando la siberiana lo tumbó en la cama, se le subió encima a horcajadas y, ante la falta de iniciativa de él, que ella interpretó como un jugueteo provocador, comenzó a frotar su sexo mojadísimo sobre los labios enormes y abultados del negrón.
La siberiana fue quien comprendió rápidamente la segunda razón de la resistencia del cubano a dejarse desnudar, pues cuando lo tenía bobo entre sus piernas, consiguió meterle la mano dentro de los pantalones y encontró algo que no olvidaría jamás en toda su vida: aquel negrón, de un metro noventidós centímetros, tenía una pinga que le cabía en la palma de la mano. Y, aunque la siberiana era bien grande, sus manos eran pequeñísimas.
Pero la siberiana ya se había tropezado cosas peores, y los gruesos y suaves labios del negrón contra su clítoris la tenían demasiado caliente para que aquel detalle la enfriara. Tomó la pinguita del negrón entre sus manos, la manipuló con una destreza que aceleró los latidos del corazón del negrón a ciento ochenta por minuto, y se la mamó con fruición hasta que consideró que estaba lo bastante dura como para que pudiera sacarle algún provecho.
Entonces, en una maniobra de un segundo, la sacó de su boca y la metió en su sexo. Y en otro segundo el negrón eyaculó, copiosamente.
La siberiana abrió sus ojos azules, miró al negrón, y comenzó a abofetearlo con saña. El negrón se cubrió el rostro como pudo, se escurrió de debajo de la siberiana sin entender qué la había enfurecido, y salió corriendo del apartamento, mientras escuchaba tras de sí a la siberiana gritar en el pasillo:
–¡Idy na jui! ¡Idy na jui! ¡Idy na jui!
Cuando Ustimenko supo que Estéreo Seguro era policía, se entusiasmó, pues suponía que eso les abriría muchas muertas y facilitaría la búsqueda de su padre. Estéreo prometió ayudarle, contando incluso con la ayuda de un amigo suyo, que trabajaba en la Sección de Búsqueda y Captura del G-2.
Lo que más llamó la atención de Ustimenko al llegar, fue la escultura a la entrada del edificio: tallado en mármol negro, cincuentinueve metros de altitud, un majestuoso fusil automático de Kalashnikov engalana los jardines del G-2.
Lo difícil fue lograr que Ustimenko pudiera entrar al edificio del G-2. Años atrás era común encontrar por los largos pasillos del edificio, ubicado en un barrio algo apartado, montones de rusos, perdón, de soviéticos. Pero Ustimenko, que a todo llega tarde –y con esto no explicito nada de la trama que debería quedar en la corriente subterránea del texto, pues es algo que cualquier lector con medio dedo de frente ha tenido tiempo suficiente de darse cuenta ya– apareció en La Habana, y en el edificio del G-2, en un momento en que ya ser ruso –soviéticos no quedan– no es algo diferente de ser extranjero, con todas las bondades que tal categoría supone, pero también con los mismos inconvenientes.
Así que los oficiales de inteligencia que lo vieron llegar al lobby del edificio, aun viéndolo acompañado de un suboficial de la policía, se negaron de plano a dejarlo pasar a la oficina del coronel García, y no lo hubiera logrado nunca de no ser porque recordó su paso por el Círculo de Interés Pioneril de la KGB. Recordó eso y recordó que aun conservaba en su billetera, como uno de sus tesoros más preciados, junto a una foto de Lenin y un monograma del antiguo Komsomol, su carnet de Pionero KGB.
Cuando mostró a los oficiales aquel carnet, a más de uno se le aguaron los ojos y alguno hasta le abrazó, y otros aprovecharon la oportunidad para intercambiar con Volodia frases en ruso. Y le ofrecieron quedarse a almorzar con ellos en el comedor. Y le dejaron pasar.
Decir que el joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko es un aparachik del Komsomol y Secretario General de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ es, probablemente, decir mucho. No es que sea mentira, sino que no es exactamente la verdad.
Cierto es que Ustimenko es el Secretario General del Comité de Base en la puta fábrica de camiones, pero eso no dice mucho. Porque ese comité lo integran él, su amigo Tolia Bolskonsky, y Natasha Nicolaevna Petróvich, quien ha estado toda su vida enamorada de Ustimenko aunque este no le hace el menor caso, y solo por ese amor fue que ella acudió a la primera reunión del Komsomol en la fábrica, que Volodia y Tolia anunciaron a viva voz en el comedor a la hora del almuerzo.
Ella se presentó a la reunión, y allí estaban los otros dos y nadie más. Era la reunión constitutiva del nuevo Comité de Base –acción que según Volodia daría inicio al renacer de las ideas de izquierda en la patria de Lenin–, y por unanimidad (por unanimidad de ellos tres, se entiende) eligieron a mano alzada a Volodia como Secretario General, a Tolia como Segundo Secretario, y a Natasha como Organizadora.
A la segunda reunión quisieron invitar a veteranos que les contaran de la vida interna del antiguo Komsomol. Pero todos los antiguos komsomoles habían sido despedidos de la fábrica, y se habían mudado de la ciudad. Solo consiguieron llevar a Arkadi Ivanov, un jubilado de sesenta y seis años que les entretuvo dos horas contándoles sus experiencias en la Gran Guerra Patria, en el 18 Ejército de Caballería de la Guardia, a las órdenes directas del Mariscal y Héroe de la Unión Soviética Gueorgui Zhukov.
Ustimenko le escuchó con lágrimas en los ojos, y le regaló los restos de la botella de vodka casero cuando el viejo se despidió de ellos. Entonces Tolia, que es un descreído, le dijo al Secretario General:
–¡¿Cómo le crees media palabra a ese borracho?!
–¡No es un borracho –le protesto Ustimenko–, es un héroe de la madre patria! Y si ahora está alcoholizado, es porque ha sido víctima del capitalismo salvaje que la globalización nos impone el...
–¡Es un borracho, y es un mentiroso! –le ripostó el Segundo Secretario– ¿No te das cuenta de que, cuando la guerra, Arcadi solo tendría dos o tres años?
Estéreo, al entrar a la oficina del coronel García, se cuadró y saludó militarmente. Volodia lo imitó. García los miró desde su buró, cerró el documento que tenía abierto en la computadora, y soltó una carcajada.
–Estéreo, caray.... a ver qué asunto raro me traes esta vez –comentó.
Y después que Estéreo le informó, sin dudarlo un segundo, les dijo:
–Ah, eso es fácil, eso no tiene problema...
Se volvió otra vez hacia la computadora, abrió una base de datos, y les preguntó:
–¿En qué año fue que enviamos al compañero a Siberia?
–En 1986 –contestó Volodia entusiasmado.
–Ya, aquí los tengo –dijo el coronel–, cincuenticuatro compañeros, cuarentisiete negros y siete blancos.
–¡Era negro –soltó Volodia, y agregó entusiasmado– y también era de la seguridad!
–De los cuarentisiete negros, cuarenticuatro eran de la seguridad –le explicó el coronel–, así que por ahí no avanzaremos mucho...
En cambio, imprimió una lista con los nombres de todos los negros que fueron a Siberia ese año, y comenzaron la tarea de descarte. Lo primero fue descartar del grupo a los que eran maricones. Estéreo vio con dolor como el coronel García pasaba por encima del nombre de su socio Eduardo Cartaya con un resaltador rosado, pero no dijo nada. Veintidós maricones negros en total, de ellos veinte eran gloriosos agentes de la G-2 cubana, y tres llegaron incluso a trabajar para la KGB, les informó con orgullo García.
Luego descartaron a los que contrajeron matrimonio con una compañera soviética, resaltándolos en rojo. Fueron ocho en este caso, incluyendo tres de los maricones. La lista de posibles candidatos fue así reducida a solo veinte negros. García confrontó esos veinte con otra base de datos, y descartó siete mas: cinco eran impotentes, uno era chiclano, y otro no perdió la virginidad hasta regresar a Cuba, a manos de la agente de la seguridad que los atendió a su regreso.
–Bueno, ahora ya va a ser más difícil la cosa –advirtió el coronel– pero ya solo nos quedan trece elementos.
De los trece elementos, cuatro se involucraron en la disidencia al volver. Fueron resaltados en gris. De los nueve restantes, solo tres integraron las filas del G-2.
–Uno de estos tiene que ser –concluyó el coronel García.
García pulsó un botón del intercomunicador y le pidió a su asistente presentarse.
El asistente del coronel entró a la oficina, cerró la puerta tras de sí, saludó militarme y sin dar un paso más dijo:
–¡Ordene!
–Dime qué tenemos de estos tres elementos –le solicitó el coronel, y le fue leyendo los nombres.
El primero se fue del país en una balsa en agosto de 1994. Descartado en azul. El segundo murió en un accidente antes de volver de Siberia: el tractor en que iba de la Facultad de Exploración Forestal a la aldea Estrella Roja se salió de la carretera a causa de la nieve, y solo lo encontraron siete mes después, en perfecto estado de conservación, completamente congelado. No fue resaltado, sino remarcado en negro.
Antes de informar los detalles sobre el tercero, el asistente le hizo una seña complicada al coronel, pero García le dijo que podía hablar. A Ustimenko se le agitó el corazón: el tercero tenía que ser su padre.
Pero no, el tercero –y después que el asistente habló, García les advirtió que esa información era altamente confidencial–, en primer lugar no pertenecía a la raza negra, sino a la de los mulatos. En segundo lugar, el tercero no era hombre, sino mujer, una de las mejores agentes encubiertas del G-2. En tercer lugar, ahora trabajaba en la reorganización de los servicios de inteligencia venezolanos. Y, como al margen, añadió:
–Además, la compañera es lesbiana.
–¡De pinga! –dijo Wong cuando Estéreo y Volodia regresaron a la casa y le contaron– ¡Y si el G-2 no sabe quién cojones es tu padre, entonces no lo sabe nadie!
Volodia conservaba consigo la lista de los cuarentisiete negrones, con las tachaduras. La mostró a Wong, y aseguró:
–¡Uno de ellos es mi padre, la que no sabe nada es la G-2!
Wong vio la lista, y vio que la mayoría del grupo estaba resaltada en rosado, y eso le llamó la atención y, al saber que eran los descartados por maricones, soltó:
–¡No, qué va, la G-2 está perdida! ¿Quién dijo que los maricones no preñan?
Y Estéreo agregó:
–¿Quién puede asegurar que de verdad eran maricones?
–Al menos con Cartaya no se equivocaron –le respondió Wong–, porque ese era mi hermano, y era hombre a todo, pero era tronco de maricón...
Volodia tomó otra vez la lista en sus manos, la rompió cuidadosamente en pequeños pedazos y la lanzó a la calle después de decir:
–Si ese Cartaya amigo de ustedes no fuera muerto, seguramente podría decir quién fue mi padre, porque él sí estuvo allá y algo sabría...
–No, El Carta no te serviría de nada, el pobre, nada más que duró en Rusia como quince días…
La mañana siguiente al debut siberiano, el grupo de estudiantes recién llegados de Cuba debió asistir a la inauguración oficial del curso, donde usó de la palabra la camarada Secretaria General del Komsomol de la Facultad de Explotación Forestal de la Región Autónoma de Kamchatska, Várvara Stepánovich Maxímova, que sería la profesora guía del grupo además de adentrarlos en el más profundo conocimiento de la Filosofía Marxista Leninista.
El negrón vio a Várvara Stepánovich Maxímova en la tribuna y pensó que aquella mujer debía haber tenido una muy mala noche, pues ponía un énfasis excesivo en sus palabras. Y cuando la Maxímova recorrió el grupo de estudiantes con la mirada y detuvo su vista en él sin dejar de hablar, pero frunciendo más el ceño, la reconoció. Era la siberiana que la noche anterior le abofeteara.
Luego recorrieron las instalaciones de la Facultad, las aulas, los laboratorios, las zonas de práctica, y se les convidó a presenciar el talado de un enorme abedul con una motosierra eléctrica marca Krasnaie Zviezda –Estrella Roja, en español, como ya se sabe. Ese nombre común a ciudades, pueblos, puebluchos, aldeas y caseríos perdidos en la estepa, también fungía como marca de numerosos utensilios y herramientas en el territorio de la Saiuz Savietskij Soshialisticheskij Respublik–, motosierra a la cual desde ese día los estudiantes cubanos, al verla trabajar, se referirían siempre como “La despingadora”.
El alumno ayudante Andréi Petróvich Griniov, estudiante del cuarto año de la Facultad, tomó “La despingadora” en sus manos, apretó el botón de encendido, y comenzó a penetrar la corteza del abedul, mientras explicaba en detalles toda la operación. La voz de Griniov, poderosa como el rugido de un oso, se imponía por sobre el ruido de “La despingadora”, pero ni así los estudiantes cubanos lograban entender la explicación. Ni Griniov, ni la Maxímova sabían que aquellos caribeños no habían recibido aun su primera clase de idioma ruso.
Pese a ello, todos prestaban completa atención a Petróvich, asombrados por su habilidad con “La despingadora”, y le iban detrás cada vez que el alumno ayudante giraba en torno al abedul. Solo el negrón se quedaba atrás, intentando estar lo más lejos posible de la Maxímova. Por eso no escuchó la voz que de pronto gritó:
–¡¡¡Vnimanie!!!
Igual, si hubiera escuchado el grito, nada hubiera podido hacer, pues además de no entender ni jota del russky yasik, ya el enorme abedul le estaba cayendo encima. El negrón perdió el conocimiento instantáneamente, y no lo recuperó hasta tres semanas después, ya de vuelta en La Habana, rechazado por la universidad soviética ante su «escasa resistencia física», según constaba en el certificado, firmado por Várvara Stepánovich Maxímova.
En la pista de aterrizaje de la terminal número tres del Aeropuerto Internacional José Martí, una numerosa comitiva de militantes de la juventud comunista cubana –que sean jóvenes comunistas no quiere decir a su vez que sean jóvenes, algunos tienen mas de cuarenta años, como tampoco quiere decir que sean… bueno, no diré más… ¡que siga el cuento!–, algunos de ellos sosteniendo una enorme tela blanca con alguna consigna en letras rojas, comenzaron a agitar sus banderas, y a dar vivas y aplausos cuando el aparato tomó tierra, y una banda de música del ejército, con sus uniformes de parada, entonó las notas de La Internacional.
Ustimenko se emocionó al ver a través de su ventanilla las banderas rojas flameando sobre la multitud, y confirmó que había llegado al lugar preciso: la ostrav svaboda –la isla de la libertad, según todos los manuales de Geografía Política que heredó de su padre. Sacó su mochila del portaequipajes, se caló la bolchevique –la misma que antes usó su padre y antes el padre de su padre, y también el padre del padre de su padre, y así sucesivamente, no por tradición sino porque los Ustimenko siempre fueron unos muertos de hambre– y avanzó por el pasillo hasta la puerta de salida del avión.
Al asomarse, con los ojos entrecerrados por el brillo intenso del sol, pudo leer lo que ponía la pancarta: «Viva la amistad entre los pueblos de Lincoln y Martí» e inmediatamente vio como los jóvenes comunistas cubanos abrazaban a la delegación de la juventud comunista norteamericana que también visitaba la isla, y aun de lejos pudo comprobar que los jóvenes comunistas norteamericanos eran jóvenes, lo cual ya es pedir demasiado.
Stepánovich se alisó la camiseta roja con la hoz y el martillo en medio del pecho, descendió a pasos cortos, y comenzó a respirar el aire de la libertad.
Cuando Várvara Stepánovich Maxímova, desempleada, sin asistencia social y viuda del difunto Rodión Efimérovich Vtushenko –hasta el día de su temprana muerte, Vtushenko fungió como Secretario General del Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos del Dombás y Miembro Suplente del Comité Regional del Partido–, supo que su Volodia pensaba viajar a Cuba, lo llevó a su habitación, levantó el colchón, y extrajo una foto que tomó veinticuatro años atrás, en la lejanísima Siberia, con su aparato fotográfico Smena 8 de treinticinco milímetros.
En la foto se veía una enorme pancarta que ponía en letras negras –pero el que las letras fueran negras seguramente sería a causa de que para la época de la foto aun la fotografía a color, en los países socialistas, era un lujo pequeño burgués que muy pocos se podían conceder, y lo más probable es que el cartel original hubiera sido escrito en rojo–: «Viba la amistad entre los pueblo de Lenin y Marti». Sostenía la pancarta el grupo de estudiantes cubanos de la Facultad de Explotación Forestal en la que Várvara Stepánovich impartió clases desde que se graduó de Filosofía Marxista Leninista en la lejana, invencible, sagrada Moscú.
–Volodia, guardé siempre esta foto para el día en que quisieras conocer a tu verdadero padre –le dijo a Ustimenko la Maxímova, y le entregó la foto.
–¿Cuál, madrecita, cuál de ellos es mi padre? –preguntó Vladímir.
Várvara se ajustó las gafas y observó con detenimiento la foto. El grupo de estudiantes, parados sobre la nieve del patio de la facultad, con sus enormes abrigos grises, todos con la misma bufanda gris, y los oscuros gorros de orejeras cubriéndoles la mitad del rostro, se le hizo confuso. La verdad es que en la foto Várvara Stepánovich Maxímova no veía ni mierda.
La foto en blanco y negro, y los años sumados a la mala química fotográfica Orwo de la hermana –y también difunta– República Democrática Alemana, habían hecho lo suyo, junto a la pésima memoria de la Stepánovich.
–No sé... este quizá –se esforzaba Várvara Stepánovich Maxímova, o este otro, no sé... uno de ellos es tu padre...
Eran cincuenta y cuatro estudiantes cubanos en la foto. Siete eran blancos. El resto eran negros, unos más, otros menos, pero ¿cuál es la diferencia?
–¿Era blanco o era negro? –pregunto Vladímir, cada vez más feliz, y la respuesta de su madre lo colmó de dicha:
–Oh, eso sí lo recuerdo muy bien: era negro, muy negro, completamente negro.
–¡Ves, madrecita, ya el grupo es más pequeño! ¡Ya será más fácil encontrar a mi padre!
Ustimenko abrazó a su madre, besó la foto y la guardó en el bolsillo interior del abrigo.
En la aduana se extrañaron al ver que aquel rubio enorme viajaba solo con una mochila, sin ningún otro equipaje, e inmediatamente le llevaron aparte para registrarlo. Y, para el oficial de inmigración, más sospechoso resultó el asunto cuando le pidió:
–Mister, please, show me yours passport...
...y Ustimenko le contestó, mientras le entregaba el pasaporte:
–Disculpa, camarada, yo no hablar inglés, pero entiendo muy bueno español...
El oficial de inmigración, que siempre tenía una sonrisa en los labios, acostumbrado a mirar con respeto, por ejemplo, el pasaporte inglés, o a coger, como si cogiera una propina, el pasaporte norteamericano, al ver entre las manos de Vladímir Stepánovich Ustimenko el pasaporte de la Federación Rusa, lo miró como un chivo mira un cartel, con los ojos asombrados, como diciéndose «¿qué es esto, de dónde cojones salió este tipo?». Como si se hubiese quemado, torció la boca el oficial de inmigración, y tomó el pasaporte de color escarlata. Lo tomó como si tomará una bomba, como un erizo, como si tomara una navaja afilada, como una serpiente cascabel de veinte aguijones. Comprobó que el visado estaba en regla, y le hizo un gesto al cargador para que llevara gratis la mochila de Ustimenko.
Los cincuenticuatro estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron felices a la ciudad (esto de “ciudad” es un decir, no hay que tomárselo muy a pecho) de Krasnaie Zviezda (dos mil trescientas ochenticuatro pequeñas ciudades, aldeas, koljoses y sovjoses en el territorio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se llamaban así, Estrella Roja es español. Era un nombre muy de moda desde 1917 que, además, ostentaban trece mil doscientos cincuentisiete guarderías infantiles, novecientas cuarentiocho escuelas primarias y una alta distinción gubernamental. Tras Gorbachov, todos esos nombres fueron cambiados por otros como Sini Zviezda, Estrella Azul en español.), desde que descendieron del tren rápido Baikal-Amur en la más extrema y fría Siberia Oriental, supieron que habían llegado al culo del mundo.
Todos habían terminado el bachillerato con muy malas calificaciones y el futuro se les bifurcaba enfrente de manera muy clara (o muy oscura, según se quiera ver): o marchaban a estudiar Ingeniería en Explotación Forestal en casa de la pinga a cuarentidós grados bajo cero, o serían reclutados de inmediato, y sin vacaciones mediante, para el SMG (el glorioso Servicio Militar General cubano).
Ellos, los inteligentes, partieron decididos. Es decir, los inteligentes, sin dudarlo un segundo, marcharon encantados a congelarse el culo en Siberia.
Los que rehusaron la oferta de marchar a la distante Siberia, fueron reclutados para el SMG, y esos sí que marcharon… marcharon innumerables horas bajo el sol tropical con casco y canana puestos y fusil de kalamina al hombro, y arribaron una tarde de ese mismo diciembre a la República Popular de Angola, otro hermano país africano del que quince días antes no sabían ni media palabra –ni querían saberla. No todos tuvieron la mala suerte de pisar una mina antipersonal de fabricación norteamericana. Algunos se ganaron incluso una medalla. Pero ese es asunto de otro cuento.
Sin un conocido en La Habana, y con todo el polvo del camino encima, Vladímir Stepánovich Ustimenko se estuvo media hora parado frente al Che Guevara de hierro de la Plaza de la Revolución, y hubiera estado media hora más de no ser por el militar que se le acercó y le dijo que circulara. Vladímir, sonriente y en realidad satisfecho, saludó militarmente al oficial, recogió su mochila del suelo, se la colgó al hombro, y caminó hacia El Vedado, en busca de un hotel.
Pensaba alojarse en el Habana Libre. El nombre del hotel –que encontró en una antigua guía turística, de cuando en La Habana no había turismo–, le transmitía buenas vibraciones. Desgraciadamente, y pese a las buenas vibraciones que el nombre del hotel le transmitía, en la carpeta se enteró que sus cincuentinueve dólares no le alcanzarían ni para pagarse la primera noche. Pero el mismo carpetero del hotel le entregó una tarjeta que ponía: «Wong Rent Room, su casa en la ciudad» y debajo una dirección en Centro Habana, y le aseguró que Wong le alquilaría muy barato, quizá hasta por solo cinco dólares el día.
Era cerca del Habana Libre, así le dijo el carpetero, y también así le pareció a Vladímir, pues apenas notó la distancia, extasiado en contemplar los portales barrocos, las columnas y columnas, los culos de las habaneras.
Al llegar a la casa, comprendió por qué podría ser tan barato: Wong vivía en una cuartearía, junto a otras catorce familias, con un solo baño común para todos. Eso no lo desalentó, al contrario, en esas condiciones tal vez podría incluso negociar un precio más bajo aun. Lo que sí le desalentó fue que la mulata que vive frente a Wong le advirtió que aquel había salido desde la mañana anterior y aun no había regresado. Líos de mujeres seguramente, le dijo la mulata.
La mulata le dijo eso, y le ofreció un vaso de agua, y lo invitó a esperar a Wong en su casa, y cuando lo tuvo ya sentado en su sofá le preguntó si quería un café.
Ustimenko nunca supo por qué aceptó tomarse aquel café. Sentía que no debía hacerlo, y había sido entrenado para obedecer a sus instintos en el último curso del Palacio de Pioneros Felix Zhershinky –la conciencia de la revolución rusa, según Lenin, aunque Zhershinky era polaco–, donde estuvo matriculado hasta su cierre en el Círculo de Interés del Komitet Gozudarstvennie Biezapasnost.
Complicado traducir al español Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, por eso lo intento aquí en párrafo aparte: Komitet es español es “Comité” –y eso a los cubanos les puede dar una tibia idea del asunto. Gozudarstvennie es más fácil de traducir aun: “Estatal”, así, como los autos con chapas azules en Cuba, que son, técnicamente, autos estatales, pero en la concreta son los autos más particulares del mundo.
El complique real lo forma la tercera palabra: Biezapasnast. Si dijera Apasnast se podía traducir como “Peligro”, pero el sufijo Biez implica, más o menos, lo que español sería “Des”, entonces, la frase completa Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast tendría al español la imposible traducción de Comité Estatal de Despeligrización, lo cual no hay quién cojones lo entienda. Pero, si en lugar de poner Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, pongo solo las iniciales de ese Comité, entonces cualquiera, en cualquier rincón del universo, y hable el idioma que hable, y sin la más mínima necesidad de traducción alguna, entenderá al segundo de qué se trata. Pues mire usted, el Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast no era otra cosa que la KGB.
Y volviendo al cuento, antes que se enfríe el café –o se caliente demasiado el cuento–, Ustimenko, por una primera vez en su vida, fue directamente en contra de lo que le enseñaron de niño los tavarichi de la KGB, y se tomó el café.
–¡Pareces un cubano! –dijo la mulata cuando tuvo la pinga de Vladímir en su manos y vio lo grande que era, antes de comenzar a mamársela– ¡Pareces un negro, cojones!
Dijo la mulata una y otra vez cuando Vladímir la viró de espaldas, la hizo doblarse y apoyar las manos en el suelo, y comenzó a meterle la pinga muy lentamente y lentamente se la sacaba, hasta afuera, y lentamente la volvía a penetrar, despacio muy despacio, y luego rápido muy rápido, más rápido de lo que nunca había sentido en su vida la mulata.
La mulata, sorprendida y a punto de perder el sentido, le rogó a Ustimenko:
–¡No te vengas, papito, no te vengas!
Y volvió a chuparle la pinga mientras se alborotaba el clítoris con la mano izquierda, y se vino otra vez dando gritos cuando sintió la leche rusa que le inundaba la boca y la ahogaba al bajar por su garganta.
–¡Pareces un cubano, cojones, un negro cubano! –volvió a decirle la mulata, extasiada, mientras con el dorso de la mano izquierda recogía los restos de leche que se le escapaba por la comisura de los labios, y los lamía, ya sentados los dos muy juntos en el sofá.
–¡Y lo soy! –le aseguró Ustimenko orgulloso a la mulata, cuando recuperó el habla– ¡Mi padre es un cubano!
Ustimenko viajó a La Habana con solo cincuentinueve dólares en los bolsillos. La cifra, que equivalía a su salario mensual, le pareció revolucionariamente convincente. Al decidirse por el viaje, pensó en ahorrar todo lo que pudiera, reduciendo sus gastos a la mínima expresión. Y no solo redujo sus gastos, sino que incluso los llevó a cero, y hasta se endeudó, por razones más allá de su voluntad: en los últimos tres meses la fábrica no pudo pagar ni un rublo a sus empleados.
Eso lo acabó de decidir.
Cuando le hizo saber a su madre que pensaba irse a La Habana, Várvara Stepánovich le llevó a su cuarto y sin una lágrima le confesó:
–Hijo: Rodión Efimérovich Vtushenko no es tu padre. Tu padre es un cubano.
–¡Un cubano! ¡Mi padre es cubano! ¡Entonces también yo soy cubano, madrecita!
–Sí, cubano, medio cubano eres, mi querido Volodia.
Entonces la madre alzó el colchón de la cama, y le entregó la foto.
Ustimenko quería saber todo su padre, pero la Stepánovich le dijo que muy poco podría contarle. Con los ojos aguados, bajo la vista, y le contó:
–Supe muy poco de él.
–¿Por qué, madrecita, por qué?
Entonces la Stepánovich recurrió a la improvisación:
–Tu verdadero padre era... un agente secreto de la seguridad cubana. No puedo decirte nada más.
Ni más necesitó Vladímir Stepánovich Ustimenko. Escuchar aquello de boca de su madre le llenó de orgullo.
–¿Tienes dinero para el viaje? –le preguntó la Stepánovich.
–Ni un kopek, madrecita –contestó Ustimenko.
–Ven –dijo entonces la madre, y lo llevó al patio.
Parados bajo uno de los manzanos en flor, la Maxímova le señaló el suelo, y le entregó una pala.
–Cava aquí –le ordenó.
Ustimenko cavó junto al manzano, y muy pronto, a solo unos cincuenta centímetros de la superficie, sintió que la pala raspaba sobre una superficie de madera. Terminó de apartar la tierra con las manos y no sin esfuerzo extrajo una caja que aun conservaba el habitual color verde de las embaladuras de los pertrechos militares de la época soviética.
En honor a la verdad, cualquier otra cosa que los soviéticos fabricaban venia en cajas verdes, fuera militar o no. Y también pintaban de verde todo. Lo mismo un jeep WAZ, que una moto Ural, que un cochecito para bebés. A veces se les acababa la pintura verde y entonces pintaban los cochecitos para bebés, las motos Urales y los jeeps WAZ de gris. Las lavadoras Aurika son de una de esas épocas grises.
Dentro de la caja que Volodia acababa de desenterrar encontró, en perfecto estado de conservación, doce fusiles automáticos Kaláshnikov del año 47. Miró a su madre asombrado y le preguntó:
–¿Y qué quieres que haga con esto, madrecita, que asalte un banco?
A lo que Várvara Stepánovich Maxímova le respondió:
–No, mi pequeño Volodia, tú sabes que en los bancos no hay dinero. Coge los fusiles y véndelos. Los chechenos te darán suficiente para tu pasaje a la isla de la libertad.
A Ustimenko no lo sorprendió lo silencioso de Wong. Había hecho el servicio militar en la Región Autónoma de Tayikistán, y allí tuvo sobradas oportunidades de conocer el carácter taciturno y silencioso de los asiáticos. Pero no era el caso, como se verá después.
Por ahora lo importante es que Wong no regateó para nada cuando Volodia le explicó que contaba con muy poco dinero y le preguntó si aceptaba alquilarle el cuarto por solo dos dólares.
–¡Y hasta por uno! –fue lo que le contestó Wong– ¡Qué más da, si al final todo se lo va a tragar la tierra!
Con la respuesta de Wong, le llegó a Volodia el fuerte aliento etílico que aquel expedía, y supuso que venía de una fiesta, lo cual era todo lo contrario a lo que en realidad le había sucedido ese día a Wong.
–Es más –le dijo Wong aun– hasta te lo dejo de gratis, mira tú...
Eso sí que Ustimenko no se lo esperaba, y dudaba si aceptarlo o no, cuando Wong volvió a hablar, ya casi dormido en el sofá de la sala.
–Si más he perdido hoy, qué me pueden importar unos dólares de mierda...
Ustimenko no se sintió ofendido por esas palabras. Más bien pensó que aquello de conseguir alojamiento gratis era algo que solo podía ocurrir en Cuba, la ostrav svaboda, donde el socialismo todavía no era un cadáver, y probablemente la gente conservaba intacto el sentido de la hospitalidad.
La primera noche de los estudiantes cubanos en el hielo, con aurora boreal incluida, estuvieron bebiendo Vodka Stolinkaya desde las veintiuna horas, al constante llamado de «¡Dakansá!» de sus entusiastas profesores soviéticos.
Uno de los estudiantes cubanos (quizá el más negro de todos) advirtió que una siberiana, rubia y de ojos azules, lo miraba todo el tiempo. Pero él era tímido, y lo seguiría siendo el resto de su vida.
Entonces, por los altoparlantes comenzó a escucharse una canción que hizo que los profesores soviéticos dejaran las copas en alto, se enjugaran los ojos, se sentaran, se abrazaran entre ellos, se quedaran todos cabizbajos:
Iesli snali vi
kak minie daraguí
podmoskovnie biecherá...
Aquí fue que la siberiana se le acercó al negrón, y con voz muy dulce, al oído, le dijo:
–Ti ochen interiesnik chelaviek...
Él la miró con los ojos muy abiertos, como si hubiera entendido algo, pero en verdad no había entendido ni papa. Solo comenzó a entender cuando la siberiana lo tomó de la mano, lo sacó del salón, lo llevó hasta su cuarto en el edificio de los profesores, se desnudó completamente y le besó los labios.
Fue su día de gloria. Nunca había besado a ninguna mujer, y nunca, ni siquiera en sueños, se habría podido imaginar que la primera vez fuera a una rubia de un metro ochentisiete centímetros, casi tan alta como él. En Cuba siempre fue un negrón zarrapastroso y muerto de hambre al que ninguna mujer se le ocurriría mirar ni por equivocación.
La siberiana le quitó la camisa mientras lo besaba y, como al intentar bajarle los pantalones, él le opuso alguna resistencia, pensó que se había topado con un amante diestro que prefería ir paso a paso, y creyó entonces que aquello sería mejor de lo que había imaginado.
Esa mañana Ustimenko encontró a Wong en la cocina, sentado, llorando. No supo qué hacer. Sacó dos bolsas de té de su mochila, y preguntó qué vasija podía usar para hervir el agua.
–No hay agua –le contestó Wong–, no hay gas, no hay electricidad, no hay ni pinga...
Ustimenko se quedó en silencio. Guardó las dos bolsas de té, y le ofreció a Wong ir a algún lugar a desayunar juntos.
–No me vas a pagar el alquiler –le advirtió Wong–, pero me vas a tener que pagar un montón de cervezas. Yo sé de un lugar, pero primero vamos a buscar a un socio.
Ni Wong ni su socio quisieron comer nada. Los dos estaban sentados, silenciosos y cabizbajos. Bebían una cerveza detrás de la otra, mientras Volodia se embutió tres batidos de mamey, dos panes con jamón y queso, una sopa de vegetales, un pollo entero frito, litro y medio de helado y un jugo de manzana. Entonces anunció:
–Camaradas, yo sé cuál cosa hacer con aquella tristeza que tienes ustedes.
Sin decir más fue hasta la barra y regresó con una botella de vodka.
–¡Vodka a esta hora! –dijo Wong– ¡De pinga!
–¡El rusón es tremendo locote! –dijo el socio– ¡Y yo sí sé a quién le vendría bien ahora un trago de vodka!
Media botella más tarde parecían amigos de toda la vida. Ya hasta hablaban en ruso los tres, o al menos eso le pareció al mesero, que se acercó a la mesa a ofrecerles jugo de naranja.
–¡Qué jugo de naranja ni qué pinga –le dijo Wong–, eso es para los maricones!
–¡Los hombres de verdad se toman el vodka a pulso –añadió el socio– como se lo hubiera tomado Cartaya!
–¡Dakansa! –volvió a exclamar Volodia mientras se empinaba la botella, la terminaba de un trago, y por señas le pedía otra al mesero.
Cuando la botella estuvo en la mesa, Wong la cogió, rompió el sello, y vertió un largo chorro junto a las patas de la mesa.
–¡Por mi hermano Cartaya! –dijo Wong a Volodia.
Volodía miró a Wong, miró al socio de Wong, y miró al cuarto puesto de la mesa, donde acaba de sentarse un cocodrilo.
–¡Guena! –exclamó Volodía– ¡Daragoi mai krakadil!
–¡Oye, ruso de pinga –se asustó Wong– que bolá con el cocodrilo ese aquí!
–Camaradas, no asustarse, este es mi amigo Guena el cocodrilo...
–¡De pinga! –Wong reconoció al cocodrilo– ¡Es el cocodrilo mariconcito del acordeón!
Volodia y el cocodrilo se abrazaban, y luego el cocodrilo le dio la mano a Wong y a su socio. Volvieron a sentarse, el cocodrilo se tomó de un tirón un cuarto de la botella de Vodka, sacó el acordeón, y dijo:
–Tavarichi, ia jachú piet...
E inmediatamente cantó:
Ya igrayu
Na garmoche
Uprajoshe
Na vidu
Zasharlenia
Dien razdenia
Tolka raz gadu
–¿Tú entiendes, camarada? –le preguntaba Volodia por turnos al socio y a Wong, y al instante les traducía– «Desgraciadamente, el cumpleaños es solo una vez al año.»
(Como se demostró en la línea anterior, es más fácil traducir al cocodrilo Guena que al Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast.)
El mesero, con mucho cuidado, se acercó a la mesa, y les dijo –mirando al cocodrilo Guena– que no se permitían animales en aquel lugar. Wong protestó, Volodia le ofreció un trago de Vodka al mesero mientras le aseguraba «Ya atbishayu za vció», y Estéreo Seguro –que era el socio de Wong y el menos borracho de los cuatro– cogió por la cola al cocodrilo y lo haló para la calle mientras los otros dos le seguían, sin dejar de cantar.
De vuelta a casa de Wong, Estéreo se sentó en el suelo, Wong se tiró en el sofá y Volodia permanecía de pie.
–Ustedes tienen que ayudarme a encontrar mi padre.
Volodia abrió la mochila, sacó la foto del grupo de estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron a la Siberia Oriental, y la mostró a Estéreo y a Wong.
–Uno de estos camaradas cubanos es mi padre.
Wong roncaba sobre el sofá. Estéreo tomó la foto, la miró detenidamente y preguntó:
–¿Es uno de los blancos?
–No, mi padre es negro –contestó Volodia.
–¡Coño, mi socio, pero son como cincuenta negrones en esta foto!
–¡Son cuarentisiete negros solamente, y uno es mi padre!
–¡De pinga –el grito de Volodia despertó a Wong–, el rusito es hijo de un negrón!
Wong se levantó del sofá, se acercó a Estéreo, tomó la foto en sus manos y la miró con detenimiento.
–¡De pinga –dijo Wong devolviéndole la foto a Estéreo–, la clase de frío que debía zumbarse la Siberia esa!
–¡Cojones, este es El Carta! –soltó Estéreo al reconocer en la foto a su socio Cartaya.
Wong volvió a mirar la foto, y se le salieron las lágrimas otra vez.
–¡Ese mismo es Cartaya! ¡De pinga, el negrón en el hielo, más frío que la pata de un muerto!
A Volodia, cuando vio que Estéreo y Wong habían reconocido a alguien en la foto, el corazón se le disparó.
–¡Tienen que buscar ese camarada, él dirá cuál es mi padre!
Estéreo y Wong se miraron, y luego miraron a Volodia.
–Cartaya está muerto –dijo finalmente Estéreo–, lo enterramos ayer.
Mas, en realidad, la resistencia del negrón a dejarse bajar los pantalones se debía a dos razones, fundamentalmente. La primera: tenía puestos los mismos calzoncillos desde hacía dos semanas –el tiempo que demoraron en viajar de Moscú a Siberia en el tren rápido Baikal-Amur– y llevaba todo ese tiempo sin darse un baño. La segunda razón comenzó a olvidarla cuando la siberiana lo tumbó en la cama, se le subió encima a horcajadas y, ante la falta de iniciativa de él, que ella interpretó como un jugueteo provocador, comenzó a frotar su sexo mojadísimo sobre los labios enormes y abultados del negrón.
La siberiana fue quien comprendió rápidamente la segunda razón de la resistencia del cubano a dejarse desnudar, pues cuando lo tenía bobo entre sus piernas, consiguió meterle la mano dentro de los pantalones y encontró algo que no olvidaría jamás en toda su vida: aquel negrón, de un metro noventidós centímetros, tenía una pinga que le cabía en la palma de la mano. Y, aunque la siberiana era bien grande, sus manos eran pequeñísimas.
Pero la siberiana ya se había tropezado cosas peores, y los gruesos y suaves labios del negrón contra su clítoris la tenían demasiado caliente para que aquel detalle la enfriara. Tomó la pinguita del negrón entre sus manos, la manipuló con una destreza que aceleró los latidos del corazón del negrón a ciento ochenta por minuto, y se la mamó con fruición hasta que consideró que estaba lo bastante dura como para que pudiera sacarle algún provecho.
Entonces, en una maniobra de un segundo, la sacó de su boca y la metió en su sexo. Y en otro segundo el negrón eyaculó, copiosamente.
La siberiana abrió sus ojos azules, miró al negrón, y comenzó a abofetearlo con saña. El negrón se cubrió el rostro como pudo, se escurrió de debajo de la siberiana sin entender qué la había enfurecido, y salió corriendo del apartamento, mientras escuchaba tras de sí a la siberiana gritar en el pasillo:
–¡Idy na jui! ¡Idy na jui! ¡Idy na jui!
Cuando Ustimenko supo que Estéreo Seguro era policía, se entusiasmó, pues suponía que eso les abriría muchas muertas y facilitaría la búsqueda de su padre. Estéreo prometió ayudarle, contando incluso con la ayuda de un amigo suyo, que trabajaba en la Sección de Búsqueda y Captura del G-2.
Lo que más llamó la atención de Ustimenko al llegar, fue la escultura a la entrada del edificio: tallado en mármol negro, cincuentinueve metros de altitud, un majestuoso fusil automático de Kalashnikov engalana los jardines del G-2.
Lo difícil fue lograr que Ustimenko pudiera entrar al edificio del G-2. Años atrás era común encontrar por los largos pasillos del edificio, ubicado en un barrio algo apartado, montones de rusos, perdón, de soviéticos. Pero Ustimenko, que a todo llega tarde –y con esto no explicito nada de la trama que debería quedar en la corriente subterránea del texto, pues es algo que cualquier lector con medio dedo de frente ha tenido tiempo suficiente de darse cuenta ya– apareció en La Habana, y en el edificio del G-2, en un momento en que ya ser ruso –soviéticos no quedan– no es algo diferente de ser extranjero, con todas las bondades que tal categoría supone, pero también con los mismos inconvenientes.
Así que los oficiales de inteligencia que lo vieron llegar al lobby del edificio, aun viéndolo acompañado de un suboficial de la policía, se negaron de plano a dejarlo pasar a la oficina del coronel García, y no lo hubiera logrado nunca de no ser porque recordó su paso por el Círculo de Interés Pioneril de la KGB. Recordó eso y recordó que aun conservaba en su billetera, como uno de sus tesoros más preciados, junto a una foto de Lenin y un monograma del antiguo Komsomol, su carnet de Pionero KGB.
Cuando mostró a los oficiales aquel carnet, a más de uno se le aguaron los ojos y alguno hasta le abrazó, y otros aprovecharon la oportunidad para intercambiar con Volodia frases en ruso. Y le ofrecieron quedarse a almorzar con ellos en el comedor. Y le dejaron pasar.
Decir que el joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko es un aparachik del Komsomol y Secretario General de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ es, probablemente, decir mucho. No es que sea mentira, sino que no es exactamente la verdad.
Cierto es que Ustimenko es el Secretario General del Comité de Base en la puta fábrica de camiones, pero eso no dice mucho. Porque ese comité lo integran él, su amigo Tolia Bolskonsky, y Natasha Nicolaevna Petróvich, quien ha estado toda su vida enamorada de Ustimenko aunque este no le hace el menor caso, y solo por ese amor fue que ella acudió a la primera reunión del Komsomol en la fábrica, que Volodia y Tolia anunciaron a viva voz en el comedor a la hora del almuerzo.
Ella se presentó a la reunión, y allí estaban los otros dos y nadie más. Era la reunión constitutiva del nuevo Comité de Base –acción que según Volodia daría inicio al renacer de las ideas de izquierda en la patria de Lenin–, y por unanimidad (por unanimidad de ellos tres, se entiende) eligieron a mano alzada a Volodia como Secretario General, a Tolia como Segundo Secretario, y a Natasha como Organizadora.
A la segunda reunión quisieron invitar a veteranos que les contaran de la vida interna del antiguo Komsomol. Pero todos los antiguos komsomoles habían sido despedidos de la fábrica, y se habían mudado de la ciudad. Solo consiguieron llevar a Arkadi Ivanov, un jubilado de sesenta y seis años que les entretuvo dos horas contándoles sus experiencias en la Gran Guerra Patria, en el 18 Ejército de Caballería de la Guardia, a las órdenes directas del Mariscal y Héroe de la Unión Soviética Gueorgui Zhukov.
Ustimenko le escuchó con lágrimas en los ojos, y le regaló los restos de la botella de vodka casero cuando el viejo se despidió de ellos. Entonces Tolia, que es un descreído, le dijo al Secretario General:
–¡¿Cómo le crees media palabra a ese borracho?!
–¡No es un borracho –le protesto Ustimenko–, es un héroe de la madre patria! Y si ahora está alcoholizado, es porque ha sido víctima del capitalismo salvaje que la globalización nos impone el...
–¡Es un borracho, y es un mentiroso! –le ripostó el Segundo Secretario– ¿No te das cuenta de que, cuando la guerra, Arcadi solo tendría dos o tres años?
Estéreo, al entrar a la oficina del coronel García, se cuadró y saludó militarmente. Volodia lo imitó. García los miró desde su buró, cerró el documento que tenía abierto en la computadora, y soltó una carcajada.
–Estéreo, caray.... a ver qué asunto raro me traes esta vez –comentó.
Y después que Estéreo le informó, sin dudarlo un segundo, les dijo:
–Ah, eso es fácil, eso no tiene problema...
Se volvió otra vez hacia la computadora, abrió una base de datos, y les preguntó:
–¿En qué año fue que enviamos al compañero a Siberia?
–En 1986 –contestó Volodia entusiasmado.
–Ya, aquí los tengo –dijo el coronel–, cincuenticuatro compañeros, cuarentisiete negros y siete blancos.
–¡Era negro –soltó Volodia, y agregó entusiasmado– y también era de la seguridad!
–De los cuarentisiete negros, cuarenticuatro eran de la seguridad –le explicó el coronel–, así que por ahí no avanzaremos mucho...
En cambio, imprimió una lista con los nombres de todos los negros que fueron a Siberia ese año, y comenzaron la tarea de descarte. Lo primero fue descartar del grupo a los que eran maricones. Estéreo vio con dolor como el coronel García pasaba por encima del nombre de su socio Eduardo Cartaya con un resaltador rosado, pero no dijo nada. Veintidós maricones negros en total, de ellos veinte eran gloriosos agentes de la G-2 cubana, y tres llegaron incluso a trabajar para la KGB, les informó con orgullo García.
Luego descartaron a los que contrajeron matrimonio con una compañera soviética, resaltándolos en rojo. Fueron ocho en este caso, incluyendo tres de los maricones. La lista de posibles candidatos fue así reducida a solo veinte negros. García confrontó esos veinte con otra base de datos, y descartó siete mas: cinco eran impotentes, uno era chiclano, y otro no perdió la virginidad hasta regresar a Cuba, a manos de la agente de la seguridad que los atendió a su regreso.
–Bueno, ahora ya va a ser más difícil la cosa –advirtió el coronel– pero ya solo nos quedan trece elementos.
De los trece elementos, cuatro se involucraron en la disidencia al volver. Fueron resaltados en gris. De los nueve restantes, solo tres integraron las filas del G-2.
–Uno de estos tiene que ser –concluyó el coronel García.
García pulsó un botón del intercomunicador y le pidió a su asistente presentarse.
El asistente del coronel entró a la oficina, cerró la puerta tras de sí, saludó militarme y sin dar un paso más dijo:
–¡Ordene!
–Dime qué tenemos de estos tres elementos –le solicitó el coronel, y le fue leyendo los nombres.
El primero se fue del país en una balsa en agosto de 1994. Descartado en azul. El segundo murió en un accidente antes de volver de Siberia: el tractor en que iba de la Facultad de Exploración Forestal a la aldea Estrella Roja se salió de la carretera a causa de la nieve, y solo lo encontraron siete mes después, en perfecto estado de conservación, completamente congelado. No fue resaltado, sino remarcado en negro.
Antes de informar los detalles sobre el tercero, el asistente le hizo una seña complicada al coronel, pero García le dijo que podía hablar. A Ustimenko se le agitó el corazón: el tercero tenía que ser su padre.
Pero no, el tercero –y después que el asistente habló, García les advirtió que esa información era altamente confidencial–, en primer lugar no pertenecía a la raza negra, sino a la de los mulatos. En segundo lugar, el tercero no era hombre, sino mujer, una de las mejores agentes encubiertas del G-2. En tercer lugar, ahora trabajaba en la reorganización de los servicios de inteligencia venezolanos. Y, como al margen, añadió:
–Además, la compañera es lesbiana.
–¡De pinga! –dijo Wong cuando Estéreo y Volodia regresaron a la casa y le contaron– ¡Y si el G-2 no sabe quién cojones es tu padre, entonces no lo sabe nadie!
Volodia conservaba consigo la lista de los cuarentisiete negrones, con las tachaduras. La mostró a Wong, y aseguró:
–¡Uno de ellos es mi padre, la que no sabe nada es la G-2!
Wong vio la lista, y vio que la mayoría del grupo estaba resaltada en rosado, y eso le llamó la atención y, al saber que eran los descartados por maricones, soltó:
–¡No, qué va, la G-2 está perdida! ¿Quién dijo que los maricones no preñan?
Y Estéreo agregó:
–¿Quién puede asegurar que de verdad eran maricones?
–Al menos con Cartaya no se equivocaron –le respondió Wong–, porque ese era mi hermano, y era hombre a todo, pero era tronco de maricón...
Volodia tomó otra vez la lista en sus manos, la rompió cuidadosamente en pequeños pedazos y la lanzó a la calle después de decir:
–Si ese Cartaya amigo de ustedes no fuera muerto, seguramente podría decir quién fue mi padre, porque él sí estuvo allá y algo sabría...
–No, El Carta no te serviría de nada, el pobre, nada más que duró en Rusia como quince días…
La mañana siguiente al debut siberiano, el grupo de estudiantes recién llegados de Cuba debió asistir a la inauguración oficial del curso, donde usó de la palabra la camarada Secretaria General del Komsomol de la Facultad de Explotación Forestal de la Región Autónoma de Kamchatska, Várvara Stepánovich Maxímova, que sería la profesora guía del grupo además de adentrarlos en el más profundo conocimiento de la Filosofía Marxista Leninista.
El negrón vio a Várvara Stepánovich Maxímova en la tribuna y pensó que aquella mujer debía haber tenido una muy mala noche, pues ponía un énfasis excesivo en sus palabras. Y cuando la Maxímova recorrió el grupo de estudiantes con la mirada y detuvo su vista en él sin dejar de hablar, pero frunciendo más el ceño, la reconoció. Era la siberiana que la noche anterior le abofeteara.
Luego recorrieron las instalaciones de la Facultad, las aulas, los laboratorios, las zonas de práctica, y se les convidó a presenciar el talado de un enorme abedul con una motosierra eléctrica marca Krasnaie Zviezda –Estrella Roja, en español, como ya se sabe. Ese nombre común a ciudades, pueblos, puebluchos, aldeas y caseríos perdidos en la estepa, también fungía como marca de numerosos utensilios y herramientas en el territorio de la Saiuz Savietskij Soshialisticheskij Respublik–, motosierra a la cual desde ese día los estudiantes cubanos, al verla trabajar, se referirían siempre como “La despingadora”.
El alumno ayudante Andréi Petróvich Griniov, estudiante del cuarto año de la Facultad, tomó “La despingadora” en sus manos, apretó el botón de encendido, y comenzó a penetrar la corteza del abedul, mientras explicaba en detalles toda la operación. La voz de Griniov, poderosa como el rugido de un oso, se imponía por sobre el ruido de “La despingadora”, pero ni así los estudiantes cubanos lograban entender la explicación. Ni Griniov, ni la Maxímova sabían que aquellos caribeños no habían recibido aun su primera clase de idioma ruso.
Pese a ello, todos prestaban completa atención a Petróvich, asombrados por su habilidad con “La despingadora”, y le iban detrás cada vez que el alumno ayudante giraba en torno al abedul. Solo el negrón se quedaba atrás, intentando estar lo más lejos posible de la Maxímova. Por eso no escuchó la voz que de pronto gritó:
–¡¡¡Vnimanie!!!
Igual, si hubiera escuchado el grito, nada hubiera podido hacer, pues además de no entender ni jota del russky yasik, ya el enorme abedul le estaba cayendo encima. El negrón perdió el conocimiento instantáneamente, y no lo recuperó hasta tres semanas después, ya de vuelta en La Habana, rechazado por la universidad soviética ante su «escasa resistencia física», según constaba en el certificado, firmado por Várvara Stepánovich Maxímova.
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